Un déficit no sólo fiscal

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La angurria del Gobierno por apropiarse de fondos aumenta su tentación de echar mano de las últimas cajas disponibles.

La Nación – En el último año se hizo manifiesto el acelerado deterioro de la situación fiscal. Sólo con el estallido de la crisis en el Banco Central parte del mundo político decidió hacerse eco de las reiteradas advertencias que al respecto venían formulando economistas independientes, pese a que históricamente los procesos de creciente insolvencia fiscal derivaron en drásticas caídas del ingreso nacional unidas a crisis políticas de magnitud.

Si bien la Presidenta anunció con tono triunfante que en 2009 se cerró nuevamente con superávit primario, el resultado final -esto es, luego de pagados los servicios de la deuda- fue negativo. Esto ocurre por primera vez desde 2003.

La tergiversación y el manejo político de las estadísticas oficiales alcanza ahora también a las cuentas públicas: ingresos de carácter absolutamente excepcional fueron considerados corrientes o habituales para disimular el descalabro fiscal. Ese fue el caso de la apropiación de los fondos acumulados y de los aportes corrientes al sistema previsional de capitalización y los fondos recibidos del Fondo Monetario Internacional en concepto de capitalización extraordinaria, distribuidos a sus países miembros. Si se descuentan esos dos ítems, el déficit final treparía a unos 24.000 millones de pesos. La torpeza de la alquimia contable oficial es elocuente: el ingreso de los derechos especiales de giro del Fondo implicó un salto de casi un 4000 por ciento en la cuenta "transferencias corrientes" durante el cuarto trimestre.

Los ingresos ordinarios, no computando en ese renglón las partidas extraordinarias antes señaladas, crecieron tan sólo un 11,3 por ciento, lo que no alcanza a compensar la inflación promedio de 2009. El gasto corriente, como contrapartida, saltó un 28 por ciento.

En este sombrío contexto, el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, tuvo la poco brillante idea de adjudicar la inflación creciente a "la mejora en la distribución del ingreso". Es una lectura tan primaria como "el reacomodamiento de precios", en lugar del aumento a secas, del cual habló el ministro de Economía, Amado Boudou.

En el año electoral, las erogaciones no ordinarias, o de capital, se hicieron eco de la urgencia por sufragios oficialistas. La inversión en obras públicas nacionales y las transferencias discrecionales a provincias y municipios treparon, frente al año previo, un 46 y un 102 por ciento, respectivamente; llegaron a volar al 214 por ciento en el trimestre que culminó con las elecciones. Una vez sustanciados los comicios, la generosidad se desinfló en forma repentina.

El comportamiento fiscal, tanto del gobierno nacional como de los de la mayoría de las provincias, evidencia una tendencia insostenible en el tiempo. El gasto público global en los últimos siete años ha pasado de representar un 23 por ciento del producto bruto nacional a un 33 por ciento en la actualidad. Los ingresos han agotado su capacidad de crecimiento y hoy vemos un déficit que crece a un paso cada vez más acelerado de trimestre en trimestre. Los recursos impositivos, eje de los ingresos corrientes, aumentaron apenas un uno por ciento frente a 2008 mientras que el gasto de consumo y operación del Estado, corazón del gasto ordinario, trepó un 38 por ciento en el último año.

Aun si tomáramos sin reparos los números oficiales, el resultado primario se desplomó a la mitad en 2009. El milagro de conservar aún superávit primario se obtuvo no sólo sobre la base de los méritos de la cosmética contable sino a fuerza de echar mano, con no menos creatividad, de los más diversos reservorios de liquidez, públicos o privados. Ese fue el caso de la confiscación de los ahorros previsionales y del desembolso del Banco Central al Tesoro por la diferencia de valuación de las reservas internacionales -una ganancia sólo contable, pues para realizarla habría que venderlas en su totalidad- o la descapitalización del fondo de sustentabilidad de la Anses.

El ímpetu por el despilfarro subvirtió los términos del discurso. Del eslogan "salvar las jubilaciones" pasamos a la chocante realidad: son los jubilados los que rescatan al fisco, al que deben agradecerle en contrapartida los magros aumentos de haberes en detrimento de su ya mísero poder adquisitivo. La Lotería, el PAMI, los fondos fiduciarios, los retiros militares, las cajas de jubilaciones profesionales y los fondos de la estatizada empresa de aguas se convirtieron en forzados socorristas de este sistema de poder basado en el gasto creciente y principalmente clientelar.

La desesperada angurria por mayores fondos incrementa la tentación por recurrir a la emisión de moneda o echar mano de las últimas cajas disponibles, como lo muestra la pretensión de apoderarse de las reservas. También lleva a preguntarnos de qué forma se gastaron los 70.000 millones de dólares originados en impuestos exorbitantes como las retenciones y trampas fiscalistas, como la prohibición de ajustar balances, en los primeros seis años de gestión kirchnerista. ¿Dónde están las nuevas rutas, trenes y escuelas? ¿Cuánto se avanzó en la modernización de la Justicia, en la atención de la salud o en la radarización que ponga fin a la libre operación del narcotráfico? ¿O es que se dio impulso, por fin, a las tan postergadas reformas estructurales (del Estado, tributaria, de la salud)?

La respuesta a estos interrogantes nos enseña que nuestro déficit no es sólo fiscal. También faltan transparencia, eficacia y sobriedad en la gestión.

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