Retracción del crédito

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Por Daniel Heymann y Adrián Ramos

Una crisis como la actual define un hito en el tiempo, con destrucción de riqueza, ruptura de promesas económicas y replanteos de visiones y conductas. También se han visto desmentidos elementos importantes de los esquemas conceptuales de política económica en muchos países, como la concentración en perseguir metas de inflación sin contemplar burbujas en los precios de los activos, y también la presunción implícita de que los sectores privados siempre evalúan riesgos correctamente, como si los problemas de sostenibilidad sólo ocurrieran por las debilidades institucionales de ciertas economías periféricas.

La crisis trajo fuerte activismo de políticas económicas en los centros, superando largamente la típica fase de inyecciones limitadas de liquidez a los bancos. Esas reacciones reflejaron diagnósticos cambiantes: primero, supusieron que la cuestión se encapsulaba en hipotecas “tóxicas” en Estados Unidos, luego se encontraron con caídas de gigantescos bancos de inversión; después, la preocupación se focalizó en los bancos comerciales y en los efectos de transmisión internacional, que dejaron de lado las hipótesis de “desacople” de algunos países. Ahora la atención se corre a los impactos reales en producción, empleo y solvencia de empresas productivas.

Los gobiernos de las economías centrales han operado como garantes de los sistemas financieros. Eso y la ausencia de perspectivas de deflación de niveles generales de precios marcan un contraste apreciable con los años ’30. Sin embargo, hay un visible efecto sobre la demanda y el producto, las variables que influyen más directamente en las personas, y cuya evolución influirá sobre los sistemas financieros. No basta con que los bancos tengan liquidez si la solvencia de los deudores potenciales parece dudosa y si la caída de la actividad multiplica incumplimientos. Por eso, la preocupación básica en lo inmediato debería ser enfrentar las tendencias recesivas a nivel mundial.

La crisis se originó en los centros y los alcanza de lleno. Seguramente habrá ahí costos fiscales importantes. No obstante, la búsqueda de seguridad financiera (la “huida a la calidad”) ha llevado por lo pronto a una mayor demanda de deuda de gobiernos centrales, especialmente dólares y bonos de Estados Unidos. Cualquiera sean los fundamentos de esa conducta, aquellos gobiernos tienen hoy financiamiento barato y han podido comprometer el uso de recursos de una magnitud extraordinaria. Eso les abre espacio para políticas dirigidas a sostener la demanda en sus economías y asistir a sus sectores productivos. Por su parte, muchos países periféricos sufren la transmisión de fuertes impactos reales y financieros. Más allá de los márgenes generados por la acumulación de reservas en años recientes, el acceso al crédito se ha limitado fuertemente, incluso para economías que habían sido definidas como de “grado de inversión”: en la emergencia, el mercado financiero hizo poco caso de esos distingos. Así se dificulta la aplicación de políticas anticíclicas en la periferia. La responsabilidad de los grandes países desarrollados resultaría doble: como epicentros de la perturbación y como detentadores de buena parte de los recursos potencialmente disponibles para apuntalar a la economía global.

Un colapso financiero de esta profundidad, y con alcance mundial, ciertamente plantea requerimientos de coordinación internacional para prevenir conflictos económicos y atenuar los costos globales de la crisis. También llama a una reconsideración de políticas y regulaciones financieras. Hay una suerte de consenso en enfatizar esos temas. En todo caso, la economía post-crisis planteará problemas cuya naturaleza es difícil predecir con precisión, pero que apuntan a ser distintos de los que generaba la burbuja previa. Respecto de la regulación financiera, hacia el futuro interesa sin duda que haya una supervisión mayor de los riesgos sistémicos. La configuración de los sistemas bancarios en los centros ya ha insinuado cambios apreciables después de las quiebras de algunos gigantes y las masivas intervenciones estatales. Al margen, la crisis presumiblemente dejará rastros en las conductas. En la fase previa, el rasgo saliente en los mercados financieros fue una exposición excesiva a riesgos y una intensa demanda por activos complejos. Por el contrario, ahora se aprecia una aguda retracción de la oferta de crédito. Para la periferia se avizora un período donde las fuentes posibles de crédito internacional se concentrarán más en los gobiernos de los países centrales y en organismos como el FMI. Es decir que, de un modo u otro, la disponibilidad de financiamiento tendría un mayor elemento político. Teniendo en cuenta las traumáticas experiencias anteriores, esto abre interrogantes sobre cómo se definirán criterios de elegibilidad, condicionalidades y asignación de riesgos.

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