Macroeconomía de la crisis internacional

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Por Adrián Ramos y Daniel Heymann

En una crisis macroeconómica como la presente operan procesos en distintas escalas de tiempo. Están los acontecimientos del día a día, que señalan las agudas oscilaciones de los mercados financieros, hechos dramáticos como las caídas de gigantescos bancos internacionales, o grandes anuncios de política económica frente a situaciones de emergencia. Detrás de esos vaivenes, y en interacción con ellos, tienen  lugar las repercusiones sobre la economía real, reflejadas en las variaciones cíclicas (“mes a mes”) del producto y el empleo. Por otra parte, fenómenos de esta magnitud y difusión pueden tener efectos persistentes a lo largo de años y presumiblemente actúan  como referencia para actitudes y conductas por tiempos prolongados. Eventos así marcan un hito “memorable” y llevan a numerosas reconsideraciones de creencias, percepciones y expectativas. Por su propia naturaleza las crisis son, a la vez, acontecimientos únicos, con rasgos específicos de tiempo y lugar, y también elementos de un conjunto de fenómenos que comparten rasgos comunes. Ciertos elementos de este episodio son claramente distintivos, como el amplio menú de complejos instrumentos financieros operados en los mercados de los centros, el uso de sofisticados modelos para valuaciones que finalmente resultaron sesgadas, o las enormes sumas ganadas por financistas que llevaron a sus entidades a la quiebra. También es un fenómeno propio de esta instancia la rápida difusión internacional de la perturbación y de las reacciones de política económica. Sin embargo, esta especificidad no diluye las analogías con crisis que han ocurrido en economías de muy distinta configuración y con sistemas financieros de características diferentes.

Como en toda crisis profunda, se observa destrucción de riqueza y hay fuertes cambios en las percepciones sobre el estado y las perspectivas de las economías y de las condiciones económicas individuales. El aspecto esencial de una crisis así es la ruptura de promesas económicas en gran escala y el replanteo de visiones y comportamientos. Ha habido una generalizada revisión de expectativas: basta pensar en los habitantes de países desarrollados cuya  situación económica podía parecer segura y que se han encontrado con grandes caídas en el valor de las viviendas, dificultades para pagar sus deudas, incertidumbre sobre el futuro laboral y pérdidas apreciables en los fondos de jubilación. Seguramente, unas opiniones resultan  validadas, mientras que muchas otras se revelan erróneas. En todo caso, una crisis perfectamente anticipada por los agentes económicos es una contradicción en términos. En las últimas décadas hubo una presunción difundida, explícita en la teoría macroeconómica usual, e implícita en actitudes de política económica, según la cual el sector privado procesaría información de manera de formar expectativas consistentes y con una evaluación correcta de probabilidades y riesgos. Los hechos observados contrastan fuertemente con hipótesis de ese tipo. Los problemas de sostenibilidad no son exclusivos de las economías periféricas y de sus debilidades institucionales.

La secuencia de la crisis dejó de lado los diagnósticos de una perturbación encapsulada en un segmento “tóxico” del mercado de hipotecas de los EEUU, y mostró la presencia de problemas de solvencia en gran escala, y una propagación intensa a los niveles de actividad que alcanza de una forma u otra al conjunto de la economía real. En el transcurso de pocos meses la atención inmediata pasó de allí a las caídas de enormes bancos de inversión, y luego a las serias dificultades de grandes bancos de depósito en las principales economías centrales, que desmintió las hipótesis de un eventual “desacople” de ciertos países frente a la crisis. Ahora las preocupaciones se han desplazado hacia las repercusiones sobre la demanda y la producción, y los efectos sobre familias y personas. 

Con el transcurso de la crisis se han puesto en tela de juicio criterios de política que se consideraban a menudo firmemente establecidos, como la exclusiva concentración de los bancos centrales en perseguir metas de inflación sin contemplar la posibilidad de burbujas o desalineamientos de precios de los activos, o el principio de que las políticas fiscales y monetarias debían decidirse independientemente, sin requerir coordinación. La erupción de las perturbaciones financieras y las señales de recesión han llevado, en los hechos, a un fuerte activismo de las políticas económicas en los centros, que han superado largamente la típica fase inicial de inyecciones limitadas de liquidez a los sistemas financieros, y que fueron  respondiendo a las considerables modificaciones en la percepción de la gravedad de los problemas.

En la práctica, ha quedado claro que los estados de las economías centrales operan de un modo u otro como garantes de última instancia de los sistemas financieros (en el caso europeo, con las preguntas que plantea la existencia de un ámbito económico común junto a jurisdicciones fiscales nacionales). Eso, y la ausencia de perspectivas de deflación de niveles generales de precios marcan una diferencia considerable con los años treinta. Sin embargo, se ha visto afectado el comportamiento real de las economías, lo que a su vez influye en las condiciones financieras. En la actualidad, los mercados de activos responden fuertemente a noticias referidas a la evolución de variables de producción, gasto y empleo. Por otro lado, no basta con que los bancos tengan liquidez, si es que los deudores potenciales se perciben como de solvencia dudosa y si la caída de la actividad multiplica los incumplimientos. Por eso, la preocupación básica, en lo inmediato, debería ser enfrentar las tendencias recesivas que se observan a nivel mundial.

Hay acuerdo bastante difundido en que consenso en que la provisión de liquidez y el sostenimiento de la demanda por vía fiscal son instrumentos de primera importancia en una situación contractiva como la presente. Claramente, la crisis se originó en los países centrales, y los alcanza de lleno. Seguramente, la crisis tendrá ahí costos fiscales importantes. Por otro lado, en algún momento las políticas monetarias lidiarán con los efectos de segunda vuelta de las cuantiosas emisiones de dinero que se están efectuando, lo cual posiblemente implique oscilaciones en precios y tipos de cambio. No obstante, la búsqueda de seguridad por parte de los tenedores de activos financieros (el efecto denominado de “huida a la calidad”) ha llevado por lo pronto a una mayor demanda de los papeles de deuda de gobiernos centrales y, en especial, de dólares y  bonos de EEUU. Hay ahí un elemento auto- confirmatorio: las bajas tasas de interés permiten que los servicios de grandes volúmenes de deuda se puedan cubrir con una cantidad de fondos no demasiado alta y, por lo tanto, no se genere una percepción de que la capacidad de recaudación del respectivo gobierno está comprometida. Sea cual fueren los motivos del comportamiento de la demanda de activos, los gobiernos de las economías centrales cuentan hoy con financiamiento barato y no han enfrentado restricciones para utilizar o comprometer el uso de recursos de una magnitud extraordinaria. Eso les abre un espacio de maniobra crucial para encarar políticas dirigidas a sostener la demanda en sus economías y asistir a sus sectores productivos, o directamente a las familias. En la actualidad están siendo implementados o en consideración grandes paquetes de intervención, que han pasado de focalizarse en los sistemas financieros a contemplar transferencias de algún tipo para sectores de empresas o para conjuntos de personas afectados por caídas de ingreso o sobreendeudamientos. Por razones propias, también el gobierno de China muestra poder movilizar grandes masas de recursos para apuntalar el gasto interno y la actividad.

Las posibilidades abiertas a las políticas económicas son distintas en muchos países periféricos, que actualmente sufren la transmisión de fuertes impactos reales y financieros. Más allá de los márgenes de acción que resultan de la acumulación de reservas en los años recientes (y que, directa o indirectamente financiaron el exceso de gasto de EEUU), el acceso al crédito se ha limitado fuertemente, incluso para economías que habían sido definidas como de “grado de inversión”: en la emergencia, el mercado financiero ha hecho poco caso de esos distingos. La contracción del mercado de deuda pública y la potencial inestabilidad de la demanda de dinero ante signos de desajustes monetarios y fiscales dificultan la realización de políticas anticíclicas en esas economías. La responsabilidad de los grandes países desarrollados resultaría entonces doble: como epicentros del terremoto económico, y como detentadores de buena parte de los recursos potencialmente disponibles para apuntalar a la economía global. 

Un colapso financiero de esta profundidad, y con alcance mundial, ciertamente plantea requerimientos de coordinación internacional para prevenir conflictos económicos y atenuar los costos globales de la crisis, así como también llama a una reconsideración de políticas y regulaciones financieras. En la discusión pública se aprecia un énfasis difundido en esos temas, aunque todavía quedan por definir los contenidos concretos de las acciones y reformas que se encararían. Es importante tener en cuenta los aprendizajes que ha dejado la ruptura de la burbuja financiera internacional. Pero, al mismo tiempo,  la economía post- crisis planteará problemas cuya naturaleza es difícil predecir con precisión, pero que apuntan a ser bien distintos de los que se generaban en la fase anterior. Desde el punto de vista de la regulación financiera, hacia el futuro interesa sin duda que haya una supervisión mayor de los potenciales riesgos sistémicos y, especialmente de los grados de apalancamiento.  Por lo pronto, la configuración de los sistemas bancarios en los centros ya ha insinuado cambios apreciables después de las quiebras de algunos gigantes y las masivas intervenciones estatales que han tenido lugar. En todo caso, la crisis presumiblemente dejará rastros en las conductas. En la fase previa, el rasgo saliente en los mercados financieros fue una exposición excesiva a riesgos, y una intensa demanda por activos complejos. Por el contrario, en la actualidad se aprecia una aguda retracción de la oferta de crédito, con efectos que posiblemente dejen resabios hacia adelante.

Para la periferia, se avizora un período donde las fuentes posibles de crédito internacional se concentrarán más en los gobiernos de los países centrales y en organismos como el FMI. Es decir, que de un modo u otro, la disponibilidad de financiamiento tendrá un mayor elemento político, y dependerá de decisiones directas de las autoridades de países desarrollados (como ocurrió en las importantes operaciones de pase hechas recientemente entre la Reserva Federal de EEUU y bancos centrales de economías emergentes como el Brasil), o de las actitudes del FMI y las otras agencias multilaterales. Teniendo en cuenta las traumáticas experiencias anteriores, esto abre interrogantes sobre cómo se definirán criterios de elegibilidad, condicionalidades, y asignación de riesgos. Más allá de la emergencia, la crisis ha abierto una discusión  sobre el funcionamiento de la economía internacional que probablemente llevará bastante tiempo y trabajo procesar. 

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