Los Kirchner ya no saben plantear batallas
Por Carlos Pagni.
La Nación – Está claro desde el año 2003. El kirchnerismo es, en su esencia, conflicto. Por esa razón, su agotamiento se advierte en que sus peleas han perdido calidad.
Cuando llegaron al poder, signados por un exotismo que simulaba haber hecho realidad la consigna "que se vayan todos", los Kirchner seleccionaron varios adversarios para, en contradicción con ellos, constituir su identidad política. El inventario era preciso: la Corte adicta del menemismo, el Fondo Monetario Internacional con sus recetas de ajuste, el Senado de las coimas, las empresas privatizadas en la fiesta capitalista de los años 90, los bancos del corralito, los acreedores que querían sacar plata de la quiebra. Esos enfrentamientos pueden haber sido más o menos convenientes, justos o sinceros. Pero hay un dato indiscutible: en todos los casos, los blancos elegidos eran menos prestigiosos que Cristina y Néstor Kirchner.
Mao, en sus "Cinco tesis filosóficas" -Zannini debería recordarlo-, sostenía que es más importante escoger a los enemigos que a los amigos. La ecuación de hace siete años es ahora la contraria. El matrimonio ha decidido convertirse en la contrafigura de actores que lo superan en imagen. El entredicho con la Corte es el más llamativo. No sólo el tribunal concita más consideración que la Presidenta y su esposo, sino que ellos mismos venían encontrando en el hecho de haberlo designado un motivo para atenuar su pésima reputación institucional. Esta guerra daña a los Kirchner porque los enfrenta a la mejor de sus criaturas. Pero ellos siguen pegando. Hebe de Bonafini acusó ayer a Ricardo Lorenzetti de aceptar presiones y dinero. Y aconsejó a Raúl Zaffaroni y Carmen Argibay renunciar en repudio a su colega. Bonafini explicó que ella dice lo que otros piensan, pero callan.
Se podría objetar el razonamiento anterior aduciendo que, para escoger sus combates, los buenos dirigentes deben inspirarse en sus convicciones, y no en la buena o mala fama de sus adversarios. Pero este argumento no beneficia a los Kirchner. El otro signo de que sus luchas se han degradado es que, a diferencia de las que emprendieron al llegar al gobierno, las de ahora carecen de una dimensión colectiva. Aquellos enfrentamientos inaugurales apuntaban a individuos o grupos a los que buena parte de la sociedad atribuía alguno de sus males. Constituían, se podría decir, un programa pensado a la medida de la Argentina cacerolera. En cambio, las camorras actuales demuestran que el kirchnerismo ha perdido hasta su sensibilidad demagógica. Cualquiera sabe que con Clarín no hay un conflicto, sino un divorcio. Que las páginas del diario eran las preferidas para montajes programados -por ejemplo, la reconciliación con Roberto Lavagna en febrero de 2008- y que la pantalla de TN era la única que el ex presidente admitía para dar una entrevista. Los ataques de estos días no son, en consecuencia, la expresión de una política de medios. Son venganzas personales a las que la política de medios termina subordinándose.
El mismo vicio contamina la querella con la Corte. En vez de expresar un curso de acción institucional, es un escarmiento dedicado a los jueces por emitir fallos fastidiosos. Cristina Kirchner no puede ser más sincera con su Twitter. Allí explicó que la orden de reposición del procurador Eduardo Sosa es repudiable porque afecta a la provincia donde ella vive con su esposo. Y el permiso de extradición de Galvarino Apablaza debe ser condenado porque se emitió días antes de su viaje a Chile. Ahora le falta revelar que el conflicto comenzó el 15 de junio pasado, cuando los magistrados declararon inconstitucional la facultad de la AFIP para realizar allanamientos sin orden judicial. Por supuesto, tal vez ninguno de estos choques la hubieran enojado tanto si la Corte no fuera a convalidar una medida cautelar que exceptúa al Grupo Clarín de la obligación de vender algunos de sus activos antes de las próximas elecciones.
Al tratarse de represalias particulares contra sujetos más prestigiosos que sus agresores, estas peleas tienen el efecto contrario al de aquellas del primer kirchnerismo: en vez de crear consenso, lo destruyen. Las consignas del matrimonio están perdiendo poder de convocatoria entre sus propios seguidores. El incondicional Jorge Capitanich evalúa adelantar las elecciones en el Chaco. Y Juan Schiaretti despidió a un funcionario apadrinado por Julio De Vido, cuando se lo acusó de corrupción. La disidencia más inesperada la protagonizó el senador Miguel Pichetto al distanciarse de las críticas a la Corte. No es la única insubordinación de Pichetto, a quien los Kirchner tampoco apoyarán esta vez en la pelea por gobernar Río Negro. Un día antes, él había votado la ley de glaciares en contra de la Casa Rosada y del subbloque minero. José Pampuro, el otro representante del Gobierno en la conducción de la cámara, votó como Pichetto. Una curiosidad: los dos coincidieron con las autoridades del radicalismo, Ernesto Sanz y Gerardo Morales. Todavía no se pueden determinar las consecuencias de esta fractura en la bancada kirchnerista. Quizá los senadores ligados a la minería devuelvan la gentileza de Pichetto cuando se trate el 82% móvil de las jubilaciones. Quizá los diputados oficialistas reclamen para sí el mismo derecho a la libertad de conciencia. Quizá la indisciplina haya llegado al Congreso.
Paladines de sagas cada vez más incomprensibles, los Kirchner se van aislando de su propio círculo. La derrota en la CTA es otra cara del fenómeno. Tardaron una semana en comprender lo que les había sucedido. Ahora culpan a Juan Manuel Abal Medina (h.) por reportar a Nueva York datos equivocados.
La provincia de Buenos Aires es el escenario más inquietante de este drama. Daniel Scioli estudia la economía nacional e invita a Mauricio Macri y a Francisco de Narváez para iniciar conversaciones durante el verano. El mensajero es un dirigente del PJ, famosísimo en los años 90. Kirchner se entera a medias de estas novedades y reacciona enardecido. Sabe que todo el PJ, a falta de Reutemann, mira a Scioli. Es que para los peronistas "es muy duro matar por la espalda al amor sin tener otra piel donde ir" ("Chau, no va más", de Homero y Virgilio Expósito). Kirchner conoce el ambiente y trata de detectar la traición. A sus visitantes les sugiere, taimado: "Tal vez deba ir Daniel, y yo tenga que retirarme". Nadie muerde un anzuelo tan visible.
En Olivos carecen de una estrategia para enfrentar la eventual emancipación de Scioli. Quedó demostrado en estos días. Las páginas de Internet del aparato oficial de comunicación demolieron al gobernador por el asesinato del adolescente Matías Berardi. Fue insólito: los sitios del progresismo se llenaron de declaraciones de Jorge Macri y De Narváez condenando la política de seguridad bonaerense.
Hay pocos argumentos para exculpar a Scioli. Berardi se suma a la familia Pomar, a Piparo, a Arruga (desapareció en diciembre de 2009). Matías Berardi estuvo secuestrado en Benavídez, a diez cuadras de donde vive Scioli. En ese barrio nació el jefe de policía Juan Carlos Paggi. La interna y los negocios son las únicas respuestas de la clase política a la crisis. El ministro de Seguridad, Ricardo Casal, quiere reemplazar a Paggi por su segundo, Salvador Baratta. La cúpula consume casi toda su energía en esa pelea.
Sin embargo, la Casa Rosada no tiene mejores soluciones para el desafío. Para la campaña electoral del año pasado, Cristina Kirchner recibió varias propuestas contra la inseguridad. Eligió la más vistosa: un plan de compras por más de 200 millones de pesos, cuyo artículo estrella eran las cámaras de TV que vende el empresario Mario Montoto con el apoyo de Daniel Hadad. El programa debutó en Tigre, donde mataron a Berardi. Alguien debería avisarle a la señora de Kirchner que su opción no está funcionando.
La pelea contra la degradación del conurbano está cargada de sentido. Permitiría enfrentar a enemigos repudiables, con una gran movilización social a favor. Pero los Kirchner prefieren enredarse en otras grescas. Acaso sea por irresponsabilidad. Pero puede ser por impotencia. Llega una instancia de la declinación, en la que un grupo político advierte que hay batallas que lo exceden.
