La primera lección política que me dió la vida

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Por Florentina Gómez Miranda.

UCR.org.ar – Corría el año 1952. Como la hacía diariamente, tomé el ómnibus que me llevaba a la Escuela Nº 14 del Consejo Escolar 17, en el cual ejercía como maestra titular a cargo de sexto grado del turno mañana.

Me llamó la atención el silencio que reinaba en las calles y en el tránsito. De inmediato recordé: “a las 8 y 24 Eva Perón había pasado a la eternidad”, como permanentemente lo anunciaba la radio y todos los medios de comunicación. Todo era silencio. Al llegar a la escuela, me sorprendió que ya me esperaban todas mis compañeras que al unísono me pedían, me rogaban e invocaban el nombre de la señorita Directora, que estaba desolada y no se animaba a sumarse a los ruegos de las demás.

Yo estaba muda, máxime que la señorita Directora no sólo a la que respetaba, sino que gozaba de su estima y, en varias situaciones, merecí palabras y gestos de distinción por mi trabajo en el aula.

Ante esta situación, sabiendo que mis colegas me asediaban con cualquier forma de ruegos y que lo hacían sinceramente, ensayé toda clase de razones para avalar mi negativa: que Eva Perón era sólo la esposa del Presidente, que no desempeñaba ningún cargo ni función legislativa ni ejecutiva en nombre de la República. Pero era en vano, sentí que nada ni nadie podía ayudarme. Pero me “iluminé” – igual que me ocurría ante la mesa examinadora de la Facultad de Derecho cuando debía contestar una pregunta no prevista – y rápidamente con voz firme y segura, dirigiéndome a la directora, contesté: “Si mi madre, que hace poco ha muerto, se levantara de la tumba y me dijera que me pusiera el luto le contestaría que no”.

Fue suficiente. La directora simplemente dijo:”a iniciar el día”. Cada maestra se situó al frente de su grado y yo “sin luto” frente a mis alumnas. Observé, desde mi lugar, si las alumnas que yo sabía eran peronístas, tenían “el luto” que correspondía a sus sentimientos, y el guardapolvo de ellas, lucía blanco al igual que de las otras alumnas que yo sabía que no iban a aceptar.

A esa altura del año lectivo, yo ya había conquistado a mis alumnas (o ellas me habían conquistado como una de ellas) y esa conquista se transformó en solidaridad y respeto a mis ideales que les mostré todo el tiempo durante el ciclo escolar. Así, mientras mi orgullo de maestra se asomaba a mis ojos, se hacía idea en mi mente y alimentaba un sueño en mi alma. Al llegar al aula, le di a ellas una tarea que las tendría ocupadas.

Todo se hizo en silencio y me pregunté una y mil veces qué habiera pasado si yo, el ejemplo de decir la verdad, de mostrar conductas claras, de sostener mis ideas, de respetar los valores por los que luchamos y murieron nuestros próceres, me hubiera olvidado todas mis prédicas diarias y me hubiera colocado el lazo negro por el fallecimiento de alguien que no era merecedora de semejante homenaje.

Sin saberlo, con ese episodio había recibido la primera lección política que jamás he olvidado.

Esa misma maestra de escuela que en 1952 fuera protagonista del episodio narrado, en 1984, desde su banca de diputada de la Nación por la UCR y en cumplimiento de lo dispuesto por su bloque, debió rendir homenaje a Eva Perón en el día de su cumpleaños. Recuerdo emocionada que jamás recibí tantos besos y aplausos peronistas como en esa ocasión. Es que habían transcurrido más de 30 años y aseguro que mis palabras fueron tan sentidads y sinceras como lo fue el episodio escolar.

Hoy, transcurrido más de medio siglo, me repito con mucha frecuencia que la gran maestra es la vida, no obstante lo cual, para no pocos políticos y políticas no han aprendido mucho y siguen mirando y actuando como en el año 1952.

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