La década despilfarrada
Por Ricardo Gil Lavedra, presidente del bloque de diputados nacionales UCR.
Ambito.com – Se cumplen diez años de gobierno de un matrimonio. A los efectos políticos, debemos computarlos como si fueran de una única persona. De hecho, Néstor y Cristina Kirchner así lo postularon. Es un período muy extenso. Menem gobernó diez años y medio (julio de 1989 a diciembre de 1999) y Perón, en sus primeras dos presidencias, poco más de nueve (junio de 1946 a septiembre de 1955), aunque la cifra llega a doce si se fija el inicio del ciclo el 4 de junio de 1943, día del golpe de Estado que lo catapultó al poder. Al fin del actual mandato, en 2015, los Kirchner habrán presidido un período de una extensión similar.
El 25 de mayo de 2003, cuando asumió la presidencia, Néstor Kirchner era casi un desconocido para vastos sectores, incluyendo a muchos que lo habían votado en la primera vuelta porque era el candidato de Eduardo Duhalde y a muchos más que lo hubieran votado en la segunda, sólo para que no ganara Carlos Menem. Esa condición, que podría haber sido su debilidad, fue su fortaleza. Apareció en la escena nacional como un hombre nuevo, sin pasado. La Argentina, que venía de la crisis de fines de 2001 y principios de 2002, tenía la necesidad de la esperanza. La reactivación económica contribuyó, en los primeros tiempos, a que pocos indagaran sobre la verdadera naturaleza del kirchnerismo. Algunas de sus iniciativas tempranas -como la designación de juristas de prestigio para integrar la Corte Suprema- hicieron creer que el nuevo presidente tenía valiosas credenciales republicanas. El tiempo demostraría que sólo fueron maniobras tácticas para afianzarse en el poder.
Lo cierto es que, además de su indudable astucia política, la fortuna acompañó a Néstor Kirchner en esos años. El relato oficial marca una tajante línea divisoria en nuestra historia patria a partir del 25 de mayo de 2003. Sin embargo, en materia económica, las decisiones duras, como la devaluación, habían sido tomadas por el gobierno anterior. La reactivación de la economía también se había iniciado a mediados de 2002, tanto por los efectos del nuevo tipo de cambio como por la suba de los precios de los productos primarios que la Argentina exporta. De hecho, Kirchner mantuvo al ministro de Economía de Duhalde, Lavagna, y durante los dos primeros años de su mandato prácticamente no adoptó medidas que se apartaran del rumbo que había heredado.
Pero desde fines de 2005, una vez que venció electoralmente a Duhalde y se consolidó como el protagonista excluyente de la vida política, Kirchner comenzó a exhibir que era la misma persona que había sido gobernador de Santa Cruz y que sus fines no habían variado: concentrar todas las atribuciones, debilitar al Poder Legislativo, lograr una justicia subordinada, asfixiar la libertad de expresión, favorecer un capitalismo de amigos.
La discrecionalidad absoluta sustituyó a las reglas del Estado de Derecho; el creciente populismo, que maximiza los beneficios del presente a través de la expansión insostenible del consumo fácil y sacrifica el futuro al desalentar la inversión, logró la proeza de terminar con el autoabastecimiento energético, liquidar los stocks ganaderos y dejar una infraestructura básica en pésimas condiciones, incluyendo un sistema de transportes obsoleto, que provocó la tragedia de Once.
Es inadmisible que este saldo se dé luego de la década en la que la Argentina gozó del contexto económico internacional más favorable en un siglo. Aunque el gasto público aumentó y las erogaciones en materia social y de educación, por ejemplo, llegaron a récords históricos, los resultados en términos de calidad de las prestaciones son decepcionantes. No es casual que la Argentina se niegue a ser evaluada en su desempeño educativo de acuerdo a serios estándares internacionales.
A partir de 2007, cuando el populismo económico mostraba sus límites, se adoptó una decisión que, además de inmoral, tendría nefastas consecuencias económicas: falsear los datos del índice de precios del INDEC. Lo peor de esa estafa política fue que el gobierno llegó a comprar la ilusión que vendía. De tal forma, la depreciación del tipo de cambio fue muy inferior a la inflación, lo que terminó en un dólar muy barato, como en los tiempos de Martínez de Hoz y del final de Cavallo. Por otra parte, la sangría de divisas generada por la importación de combustibles, a lo que se sumó la demanda de dólares por la gente que no tiene otra manera de proteger sus ahorros, alentó una extraordinaria fuga de divisas. El gobierno, en lugar de solucionar las causas, atacó los efectos con el cepo cambiario, que limitó esa fuga al precio de golpear brutalmente en la actividad, especialmente en el sector inmobiliario y de la construcción.
La falta de un rumbo definido y las constantes agresiones a la seguridad jurídica causaron una brusca caída de la inversión, sin la cual habrá menos empleo y de peor calidad.
En ese marco de restricciones económicas, el gobierno refuerza su sesgo autoritario, con inusitadas agresiones a la libertad de expresión y con un paquete de leyes destinadas a subordinar completamente a la justicia, que significan en la práctica una verdadera reforma constitucional de hecho, como la propia presidenta de la Nación reconoció implícitamente (son los riesgos de hablar con tanta frecuencia) en uno de sus recientes discursos.
En definitiva, sin perjuicio de la existencia de algunos aspectos positivos (la reapertura de los juicios por la represión ilegal, por ejemplo), podemos caracterizar a estos años, a contrapelo del eslogan oficial, como la década despilfarrada. Una década que termina con innecesarias tensiones, con incertidumbre respecto del futuro y con un retroceso en la calidad institucional tremendo, que jamás hubiéramos imaginado cuando tan auspiciosamente comenzó la democracia el 10 de diciembre de 1983.
Tal vez la buena noticia sea que cada vez más argentinos han comprendido los desvaríos a los que lleva el personalismo empobrecedor y ansían vivir bajo el respeto de la Constitución y las leyes. Fuera de ese marco, no habrá desarrollo con equidad. El populismo no es progresista, es profundamente reaccionario.
