La Justicia y la democracia autoritaria

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Un experto internacional dice que el ataque a la Justicia comenzó en 2006; ahora el Gobierno cree que no logró la docilidad necesaria. Por Rodolfo Terragno.

Clarín – Faltaba poco más de un mes para que la dictadura fuese derrotada en las urnas. Había en la gente excitación; pero también una incógnita.

¿Cómo sería la democracia sobreviniente?

En Córdoba hubo quien explicó, una noche, no cómo sería sino que cómo debería ser. Fue durante una conferencia. El hombre, con sus 82 años y la voz cansina, sentenció: “En una democracia moderna, los protagonistas no son los políticos. Los personajes más importantes son, para la economía, los investigadores, los científicos, los técnicos, los planificadores … Y para garantizar la democracia, los jueces”.

Quien hablaba era un político. Alguien que había sido Presidente de la Nación y esa noche subrayó que “en una democracia moderna el Poder Judicial es más importante que el Ejecutivo. Si tiene que enjuiciar al Presidente, lo enjuicia”.

Se llamaba Arturo Illia y no había sido enjuiciado por corte alguna. Lo habían condenado los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas: el verdadero, inapelable, tribunal superior de aquellos tiempos.

Los gobiernos de facto ya no asuelan Latinoamérica; en cambio, han resurgido en estas tierras gobiernos de origen democrático que no ejercen el poder democráticamente.

Más de un gobernante reniega de la “democracia moderna”. Afirma que ese sistema no sirve para países como los nuestros. Que el Ejecutivo no puede tener las manos atadas. Que el “gobierno de los jueces” impide las necesarias transformaciones. Que un país no puede quedar sujeto a la voluntad de individuos no elegidos por el pueblo. Que el formalismo paraliza.

El mapamundi político no dice lo mismo.

Los países más avanzados, con sociedades más satisfechas y la riqueza mejor repartida, son aquellos que practican la “democracia moderna”. En contraste, los países más retrasados, donde la pobreza es mayor y la injusticia social grande, son aquellos que se encuentran bajo el dominio de dictaduras. O de democracias autoritarias: ésas en las cuales los gobiernos surgen de elecciones libres, pero luego gobiernan apartándose de la ley, o sometiendo a los otros poderes.

Para comprender lo que pasa y lo que debería pasar en la Argentina, no se debe recurrir a los criterios subjetivos (y a veces enconados) de competidores políticos.

Es conveniente apoyarse en los criterios de reputados académicos internacionales, ajenos a nuestras pugnas domésticas.

Charles H. Blake es profesor de ciencia política en la Universidad James Madison, de los Estados Unidos. Especialista en “política comparada”, en el libro Corruption & Politics in Latin America (2010) se ocupa de la justicia argentina. Según este experto, el año 2006 comenzó aquí un desbalance: el Ejecutivo comenzó a debilitar la justicia. Ese año: 1. El número de jueces de la Corte Suprema fue reducido de 9 a 7. “Esta reforma extendió el poder de los cuatro jueces nombrados por el presidente Néstor Kirchner”.

2. También fue reducido, de 20 a 13, el Consejo de la Magistratura, “sin eliminar ninguno de los cinco miembros nombrados directa o indirectamente por el [entonces] Presidente de la Nación”. Observa Blake que la reforma “dio a los miembros leales al Presidente el poder de bloquear el nombramiento o remoción de jueces, alterando así el equilibrio en el órgano [constitucional] encargado de supervisar a la Justicia”.

3. Por otra parte, “se dio un paso sin precedentes” al cristalizar por ley una “delegación legislativa” que puso “virtualmente toda la política presupuestaria en manos del Ejecutivo, otorgando al Jefe de Gabinete la facultad de reasignar discrecionalmente las partidas”. La justicia consentiría esa alteración del régimen constitucional.

Bernard Manin, director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de su país, Francia, dice en el libro Los principios del gobierno representativo que el propio Poder Legislativo actúa ilegalmente cuando sanciona una ley que contradice a una norma superior. Y si la ley modifica el orden institucional, “así haya sido aprobada por unanimidad”, cuando se pide su nulidad por violar normas superiores, “debe ser inmediatamente suspendida hasta que los tribunales den su veredicto”.

La ilegalidad de algunas leyes y la distorsión de los órganos judiciales pueden favorecer a un gobierno. Sin embargo, a poco andar ese gobierno acaso sienta que necesita más poder del que se le concedió. Es que, a menudo, en política las concesiones no aplacan; ceban. El gobernante puede sentir que, así como consiguió algo, podrá conseguir más.

A Blake le llamó la atención que, en la Argentina de 2006, el Poder Legislativo acomodara la administración de justicia a las necesidades o deseos del Ejecutivo. Pero el actual gobierno se encontró con que la docilidad de los jueces no era la esperada.

Es un fenómeno común: sin que importe por qué y cómo fueron nombrados, la mayoría de quienes ejercen una función superior terminan condicionados por sus responsabilidades.

A Blake no le asombrará que el Consejo de la Magistratura, reducido antes para darle el control al Gobierno, así fuera por un voto, se amplíe ahora para que la ventaja no sea insegura ni aleatoria. Es posible, en cambio, que se asombre cuando sepa que los académicos y juristas que integren el organismo serán seleccionados en comicios generales, figurando en la boleta electoral de algún partido político.

A Manin, por su parte, le extrañará que comience a regir, de inmediato, una reforma institucional que –aparecida de una galera— es sospechosa de contravenir el orden constitucional.

Manin seguirá pensando que tal reforma debería ser “suspendida hasta que los tribunales dieran su veredicto”. Más aun si no es “aprobada por unanimidad” sino impuesta sin que se permita discutirla. Pensará que este es un ejemplo ideal para demostrar que un Congreso puede ser ilegal. Y esperará que así lo decida la Corte indócil. 

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