El valor de la palabra
\»Te doy mi palabra.\» Opinión de Luis Gregorich.
LaNación.com.ar – No hay en la lengua española (ni, seguro, en muchas otras) una expresión más bella, austera y rica simbólicamente para afirmar un compromiso, de persona a persona. Es menos estridente y más creíble que "te lo juro por mi honor", y se opone al sentimentalismo extorsivo de "por la vida de mis hijos". Todos podemos dar nuestra palabra, como un bien precioso que nos constituye, y todos pueden recibirla. La traición a la palabra dada es la madre de todas las traiciones. Desde el punto de vista del lenguaje gestual, la palabra dada sólo puede ser acompañada por un apretón de manos, que es -o debería ser- lo contrario del beso mafioso. Aceptemos el riesgo y la ingenuidad de la nostalgia, y recordemos que, cuando nuestros abuelos daban su palabra, ya fuera en nombre de una convicción o por una deuda material, ese don tenía más fuerza que un contrato firmado en severas escribanías.
Quizá la frase que mejor complemente la anterior se consiga con un simple cambio del posesivo por el artículo: "Te doy la palabra". Hemos pasado a un escenario distinto, protagonizado por la generosidad del diálogo. No se trata, por supuesto, de revivir al otro de la mudez con una Palabra teologal, sino de reconocer sus derechos para decir.
Montaigne, después de Erasmo, el primer intelectual moderno de Occidente, decía que la palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha. En este caso, habría que añadir que entregamos la primera mitad a nuestro interlocutor, le ofrecemos que pronuncie la palabra, su palabra. Y sin exigir que sea una palabra estrictamente adecuada y necesaria: permitiendo que el otro hable, incluso desde una verdad turbia y confusa, porque le corresponde hacerlo.
En la reciente e interminable pugna del Gobierno con el campo, casi nadie ha dado su propia palabra para cumplirla, ni tampoco se la ha facilitado al otro, escuchándolo serena y seriamente. En cambio -tal vez como nunca en un conflicto de esta índole-, se han derrochado verdaderos torrentes de palabras, que a menudo sirvieron para hacer más incomprensibles, para la opinión pública, los hechos que denotaban o encubrían.
La disputa por el sentido y la batalla ideológica, naturales e inevitables en el dinamismo de la vida política, llegó a adquirir, por medio de una histérica verborragia, el carácter de amenaza para la paz social, más que los propios acontecimientos que los sustentaban. Las palabras más que los hechos -al menos en apariencia- quebraron consensos eventuales, anularon reuniones decisivas y contrajeron los rostros en muecas de rabia y desazón.
Una cuota menor, aunque no despreciable, de esta inconducta palabrera debe ser adjudicada a los dirigentes de las entidades agrarias. Es cierto que su inexperiencia política, unida a los constantes tironeos, desplantes y agravios a que fueron sometidos por parte de funcionarios oficiales, explica sus errores, aunque no los justifica. Los abusos verbales perpetrados en el masivo acto de Rosario atenuaron, en cierto modo, la propuesta de unidad de su extraordinaria movilización, un triunfo en sí mismo si se lo compara con el deslucido clientelismo de la concentración de Salta. No se puede plantear un ultimátum a la Presidenta, como lo hizo De Angeli, y menos sostener que "los Kirchner son un obstáculo para el desarrollo del país", como afirmó Buzzi. A la luz de los años de sangre y dolor que ha vivido la Argentina, la investidura presidencial, conseguida en elecciones democráticas, es sagrada. Se pueden discutir y rebatir, incluso con dureza, su estilo y su gestión de gobierno, pero jamás poner en duda su legitimidad. Los dichos de Buzzi y De Angeli, incluso con su posterior y bienvenida rectificación, fueron equivocados y brindaron un buen pretexto para la suspensión del diálogo.
Más palabras. En las últimas semanas se han despachado y recibido infinidad de mensajes, especialmente a través de correos electrónicos privados y de los foros online de los medios gráficos, referidos a la situación actual y enjuiciando al Gobierno. La mayor parte de esa textualidad viajera es crítica para la gestión oficial, llegando, por momentos, a extremos de ironía, exasperación y hasta insultos personales, con lo que podría sugerirse que se trata de cadenas de comunicación organizadas. Esta profusión se ha convertido en uno de los argumentos preferidos del Gobierno y sus amigos para hablar, apuradamente, de presunto "golpismo" y clima "destituyente".
No se puede descartar que elementos residuales y más bien envejecidos de la dictadura militar hayan participado de esta pequeña y reprochable guerra elocutiva, utilizando la impunidad que brinda la Red. Pero denunciar conspiraciones planificadas o suponer que alguien, en la Argentina, tiene la fuerza o la intención de derrocar a un gobierno constitucional sólo forma parte de una estrategia oficial que se autovictimiza y se dedica a eludir los verdaderos problemas en discusión. Sería más correcto leer allí, en esas explosiones de rabia contenida, el desahogo de vastos sectores de las clases medias urbanas (hoy inesperadas aliadas del ruralismo), que expresan su cansancio y desaprobación ante los procedimientos del Gobierno. Y, naturalmente, contra su forma de usar, derrochar, malversar (y también temer) la palabra.
El Gobierno en su conjunto (incluyamos dentro de él, además de Cristina y Néstor Kirchner, a todos sus portavoces, formales e informales, porque obedecen a un mando único) ha recogido lo que sembró, ya desde mucho antes del conflicto con el campo. No se trata ahora de enumerar todas las variantes de la descalificación esgrimidas, desde los "piquetes de la abundancia" de la Presidenta hasta la "puta oligarquía" de D Elía. No se trata de refutar los burdos paralelos, sin la menor prudencia histórica, de la actual dirigencia del campo con golpes militares o con la Unión Democrática de 1946. No se trata, siquiera, de entrar en lo específico del conflicto, donde se evita admitir que existió una inconsulta actitud confiscatoria, rápidamente disfrazada, gracias a cataratas verbales, de necesidad redistribucionista. Basta mencionar los cinco años de imposibilidad para el diálogo con la oposición y la prensa, apuntalada por el sometimiento parlamentario y por la sobreactuación monologadora. En este sentido, el enfrentamiento con el campo parece haber producido un punto de inflexión. En adelante, el discurso oficial -y todo lo que hay detrás de él- deberá ser más flexible y receptivo, porque una clara mayoría social se lo exige. Hay que abandonar la autosuficiencia y la soberbia. Antonio Porchia decía: "Quien se queda mucho consigo mismo se envilece".
La libre circulación de la palabra pública, sin embargo, ha sobrevivido, y uno de los efectos paradójicamente positivos de esta crisis ha sido el incipiente regreso del debate intelectual. Defensores críticos del Gobierno y moderados opositores han dado a conocer sendos documentos: los primeros, por medio de un texto largo y laborioso, destinado a sostener, con pesada ideología, el proyecto oficial; los últimos, mediante un decálogo de generalidades, y buenas y compartibles intenciones, frente a la proximidad del Bicentenario. Ambos documentos, pese a sus diferencias y quizá debido a ellas, alientan la posibilidad de una auténtica controversia de ideas, uno de los combates incruentos que aún vale la pena sostener.
Al gobierno quinquenal deben reconocérsele éxitos, sobre todo en el campo económico, aunque hoy se empeñe en inferirnos dudas con las descreídas cifras del Indec. También hay motivos para aplaudir por lo menos una parte de su política de derechos humanos, si bien a menudo la redujo, con intención o sin ella, a una agitación mediática de los casos de delitos de lesa humanidad. En Justicia, celebramos la renovación de la Corte Suprema, pero rechazamos el predominio oficialista en el Consejo de la Magistratura. El conflicto con el campo se resolverá, tarde o temprano, y sólo hay que esperar que sea con equidad y sin mezquindades. Pero la sociedad ha despertado de su letargo, empieza a borrar los feos recuerdos y el miedo, y se apresta a demandar, utilizando la sintonía fina, otros valores, nuevas conquistas.
Entre ellos figura, seguramente, la reconstrucción de la palabra, que se empeña, que se da al otro y que se escucha: es decir, de la plena vigencia de las instituciones, del respeto por la ley y de una genuina política igualitaria.
