Se siente como una hiper. Un escenario de incertidumbre perfecta.
Opinión de Gonzalo Berra, acerca de la situación económica del país en medio del recambio de ministro.
Durante los últimos 25 años, los argentinos hemos aprendido a convivir con casi todos los escenarios inflacionarios posibles.
En los ochenta, con tasas de interés internacionales por las nubes y precios de las materias primas por el piso, sabíamos que todos los precios se ajustaban al mes siguiente, de acuerdo a la inflación del mes pasado. Así, si el índice de precios subía un 5 % en abril, entonces los salarios se incrementaban en mayo en la misma medida. Si la inflación se aceleraba durante el mes corriente, los salarios perdían más de la cuenta. Si se mantenía estable en 5%, todo quedaba igual, a la espera del aumento del 5% del mes siguiente. Todo se indexaba de manera estable y previsible.
En los noventa, con tasas de interés internacionales por el piso y precios de las materias primas “normales”, usamos el crédito externo para financiar un peso apreciado y fijo cuyo efecto más notorio fue un régimen de inflación muy baja, que nos hizo olvidar de los ajustes mensuales. Una inflación pequeña, por ejemplo un 3% anual, no justifica indexar ningún precio.
El peso fuerte, la dependencia del mercado de capitales para financiarlo nos hizo vulnerables a las crisis financieras externas. La recesión se hizo presente y los argentinos conocimos la deflación. Tuvimos nuestra propia crisis del ´29. A fines del los noventa y a principios de esta década, no había dinero, los precios se negociaban a la baja, aceptábamos “patacones” y otros papeles exóticos como moneda mientras el desempleo se disparaba a las nubes.
Devaluamos, no quedaba otra opción.
Apenas hecha la devaluación, sucedió lo que tenía que suceder. Los precios de aquellos bienes que se vendían en el exterior y el de aquellos que se importaban, aumentaron, mientras que los otros, los bienes que no tenían relación con el comercio exterior, se mantuvieron estables. Se produjo una primera distorsión de precios relativos. Un corte de pelo, que antes de la devaluación era igual a 10 litros de leche, ahora solo era igual a 5 litros de leche, porque la leche se exporta (o se exportaba) y el peluquero no está expuesto a ningún mercado internacional. Todos aquellos actores no expuestos a precios externos fueron más pobres respecto de los que si lo estaban. Simplificando, Argentina exporta alimentos, la pobreza y la indigencia crecieron exponencialmente.
A pesar de la perorata de todos los economistas “ortodoxos” no tuvimos hiperinflación. Tuvimos inflación alta por un tiempo acotado, el necesario para que todos los “transables” ajustaran al nuevo valor del dólar. El brutal desempleo del fin del régimen de convertibilidad fue el límite a un escenario hiperinflacionario como el de fines de los ´80. De esa manera, se pudo mantener un tipo de cambio competitivo, algo que no se había podido realizar durante la década del ’80, ya que la indexación se comía mes a mes las sucesivas devaluaciones.
El nuevo siglo empezó con una inflación potencial futura. A medida que el desempleo bajara, la economía naturalmente tendería a recomponer los precios relativos, de manera que el peluquero pudiera comprar cada vez más leche.
En esas condiciones asumió el actual gobierno en 2003.
La economía ya había salido de la recesión, se estaba creando empleo, se estaban reduciendo la pobreza y la indigencia. El desafío era recomponer los precios relativos de una manera tal que:
a- Se aumentara el empleo y por lo tanto mejoraran los indicadores sociales
b- No se perdiera un tipo de cambio competitivo que permite a la economía argentina crecer a tasas “chinas”.
Lejos de la racionalidad y la inteligencia, la política oficial agravó la distorsión de precios relativos con subsidios pocos transparente a la oferta, atraso de tarifas de servicios públicos, controles de precios patoteros, retenciones discrecionales a los productos que se exportan, apropiándose del excedente fiscal de forma autoritaria.
Para completar el escenario de descontrol, con el objetivo de disminuir la carga de la deuda externa y contar con más recursos para “hacer política y construir poder”, destruyó los índices oficiales de evolución de precios, quitándole a todos los agentes económicos cualquier marco de referencia.
Así estamos hoy. Sin precios. Ningún ciudadano puede afirmar con certeza cuánto cuesta la carne, cuánto cuesta el tomate. El gas, la electricidad, el teléfono tienen precios distintos para distintos consumidores. Con la increíble situación que aquellos que menos tienen, los más castigados por la devaluación, los que menos herramientas tienen para zafar de la inflación, pagan más caro el gas, la electricidad, el teléfono y los alimentos.
La principal característica de la hiperinflación, a diferencia del régimen de inflación alta, es que los precios ajustan tan rápido que se pierde cualquier referencia. Los empresarios no saben a cuánto vender, los asalariados no saben a cuánto comprar. Se destruyen los precios relativos de forma que ya no se sabe cuantos kilos de carne compra un salario, cuantos litros de leche compra un peluquero. Un escenario de incertidumbre perfecta. ¿Le suena conocido?
No hay hiperinflación. Sin embargo, la sensación, producto de los errores acumulados de política económica, es la misma que si la hubiera.
