Queríamos tanto a Alfonso.

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Fueron parte de la épica y de la sal de la democracia en los primeros 80. Por añares dominaron la mayor parte de los centros estudiantiles en las universidades. De militantes entusiastas pasaron a ser cuadros del Estado y después carne de cañón del gobierno de Fernando de la Rúa. Hace pocos días doscientos de ellos se juntaron en un restaurante de Congreso para recordar –abrazos, brindis, emoción, lágrimas– aquellos tiempos. Los resultados.

Críticadigital.com.ar – La impresión es la de estar en las horas finales, las horas mejores, de algo que puede ser tanto un casamiento como un reencuentro de egresados que han echado panza. Son, somos, unas doscientas personas que en algún momento estuvimos debidamente sentadas y ahora nos envuelve un vapor de vino y celebración que incluye la memorabilia bien entonada de un “Volveremos, volveremos / volveremos otra vez / volveremo’ a ser gobierno / como en el 83”, más un tumultuoso intercambio de mesas, más mucho abrazo y lagrimón, más el anecdotario de te acordás yo me acuerdo de, más un nombre, el nombre que en los años ochenta fue un poder: Franja Morada.

Es por lo menos curioso el trayecto de algunos tipos sociales más o menos reconocibles que la Argentina ha producido (que los argentinos hemos producido) en todos estos años de democracia: en diciembre, veinticinco, para ser exactos. El piquetero nacional, por ejemplo, que se hizo a sí mismo en la segunda mitad del menemato, ganó ferocidad en 2001, soñó con la construcción del socialismo y su sueño terminó en lo de Tinelli, cambiando peligrosidad antisistema por un seis de Lafauci.

El travesti argentino llegó a la televisión agarrándose de las mechas en el piso de Mauro Viale y acabó correctamente sentado y haciendo buen uso de los cubiertos en la mesa de Mirtha Legrand. Y la rubia menemista de los 90 sigue peinándose en lo de Miguel Romano, pero quisiera sacarse un poco de tetas.

Ninguno de estos arquetipos parece concebible en la Argentina anterior a 1983. Exceptuando al travesti argentino, que obtiene su vigencia menos de la militancia gay lésbica transexual que de las necesidades de la industria del entretenimiento, ninguno de ellos ha sobrevivido a su propio instante de la historia. Tampoco el chico militante de la Franja de los primeros ochentas.

El militante de Franja Morada configuró buena parte las bases de la clase dirigente nacional que no se llamaba peronismo, hasta que Cafiero se comió a Casella en la provincia de Buenos Aires en 1987 y Alfonsín entregó anticipadamente el gobierno dos años más tarde. Ahí el chico Franja se dedicó a terminar la carrera, o no, hacerse abogado, o no, y hoy asiste a los desmayos de su viejo partido desde una asesoría en el sector privado, o vende tomógrafos, o es mánager de rock.

Ahora, en un restaurante de Congreso, en cuyas paredes han sido colgados los viejos afiches que sirvieron para ganar las viejas batallas, y que están firmados por la Lista 3, y que hablan siempre de la ecuación pública y gratuita (carta consagrada del radicalismo medular por más que en determinado momento a López Murphy se le haya ocurrido preguntarse si no convenía arancelar un poquito), los hombres ilustres de la UCR de base universitaria chocan sus copas y brindan por los buenos viejos tiempos.

Ahí está Suárez Lastra, Facundito: el poder radical extendido en la ciudad de Buenos Aires cuando el poder radical se extendía por toda la patria. Y también Stubrin, Marcelo: el insustituible aporte mediterráneo de siempre. Pero a la Franja, que llegó a tener 15 secretarías estudiantiles sobre 19 posibles, más la presidencia de la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA), más la presidencia de la Federación Universitaria Argentina (FUA), la hacían tipos con bastante menos prensa. Entre el gentío que corre sillas para ir a saludarse con éste y con aquél, se recortan los dos metros de Pablo Hortal, el exacto militante de la Franja años ochenta, uno de los arquetipos argentinos que hemos sido en este primer cuarto de siglo que nos hemos tomado la molestia de vivir en democracia.

SOLDADO SOCIALDEMÓCRATA, PRESENTE. A los 17, Pablo era un chico de la avenida Córdoba, altura Larrea, con familia de tradición antiperonista y un abuelo español al que bromatología le llenaba la confitería de cucarachas para después venir y cerrársela; le pasaba por radical, por no llevar el luto de Santa Evita, por no ser lo que la corporación peronista esperaba que fuese.

Esa leyenda familiar hubiera bastado para alejar a Pablito de cualquier unidad básica, pero además, revisando cajones como revisan los chicos que se aburren en sus casas cuando todavía nadie inventó la televisión color, le encontró a su mamá una escarapela en cuyo frente pudo leer: gracias Aramburu-Rojas. O algo que hoy recuerda como eso. Y así fue creciendo. Su hermano, en cambio, vivía de noche, y se había prometido a sí mismo y a su familia que un día lo escucharían en la radio, ya convertido en estrella de rock.

Invierno de 1983. El día que le cantaron el 409, Pablo Hortal sucumbió. Con menos de 400 hubiera zafado bien, porque para esa época la colimba había dejado de ser lo que era. Pero no. Le tocó la escuela Lemos, en Campo de Mayo. Y ese azar le trazó un destino. Llevaba cinco meses adentro cuando supo que en el comando de Inteligencia Militar (Clay y Báez, atrás de la cancha de polo) necesitaban colimbas que vivieran en Capital. Para ir, venir: para tenerlos a mano. Allá fue Pablo. Era junio.

“El clima que se respiraba adentro era el de la película La caída, que cuenta las últimas horas de Hitler en su búnker, antes de la capitulación y el suicidio”, recuerda Pablo, que había conseguido adueñarse de la honorable prestación de servirle café a un jefe de curso. Dice Pablo: “A veces, para levantar las tazas, había que entrar en medio de una clase”. Pablo estaba poniendo tazas con borra en una bandeja cuando vio la pizarra que estaba al frente. Y se quedó.

–Arriba de todo, como coronando un organigrama, decía “FUBA”, y al lado, la cabeza de un pibe. Me cagaron a pedos cuando me descubrieron mirando, así que rajé. Después supe que el pibe ése se llamaba Andrés Delich.

Los días fueron fijando en la cabeza de Pablo esa pizarra y ese nombre: “Empecé a tener la sensación de qué importantes serían esos pibes como para que estos tipos los estuvieran estudiando. No lo supe en ese momento, pero ésa fue mi primera aproximación a la militancia universitaria”.

EN BUSCA DE ROBIN HOOD. Con la democracia y su efusividad entrando en la desolada Berlín de los cuarteles, a Pablo lo mandaron a casa: te vas de baja, dice que le dijeron. Llegó a su hogar de la calle Larrea, altura Córdoba, y no supo bien de qué disfrazarse. “Había estado un año adentro, y en ese año perdí amigos, contactos.

De pronto estaba solo, pero solo de verdad. Lo único que tenía era ese nombre creciendo en mi cabeza: Delich. Yo no entendía muy bien lo que estaba pasando, pero sabía que algo estaba pasando, y me sentía seducido, atraído. A esta altura, el tipo ya me parecía Robin Hood.” Pablito se subió a su época, y terminó entrando en el comité de Marcelo T. de Alvear y Ecuador, donde un puntero, Carlos Fonte, hablaba de Unionismo, una corriente interna de esas que hay en todos los partidos, y que buscan resumir los antagonismos propios. En el caso del Unionismo, las bases balbinistas con la renovación alfonsinista. Ahí se quedó Pablo, básicamente porque le quedaba a cinco cuadras.

En ese momento, para él el desafío era llegar hasta Delich, lo que lo obligaba primero a llegar hasta la Franja. Estuvo un año ensobrando boletas y chequeando padrones, hablando con las señoras del barrio, informándoles dónde votar. Después llegó la acción y un día alguien le dijo: pibe, andá hasta la ferretería de la esquina, traete cal, ferrite rojo, ferrite negro y salí a pintar. Y Pablo pintaba: Ahora Alfonsín. Sí a la vida. Cien medidas para que la Argentina cambie. Ahora RA. Somos la vida, somos la paz.

A los 19 ya era un joven combatiente socialdemócrata convertido en el clásico estudiante de derecho radical que nunca terminaría la carrera y que dejaría todo por y para el partido durante seis fatigadísimos años. El hermano de Pablo, mientras tanto, se había hecho las rastas y había conseguido que una radio le hiciera rotar su temita. La radio se llamaba Rock & Pop, el temita se llamaba El ritual de la banana y a Fernando Hortal ahora todos lo llamaban el Bahiano.

Pablo vivió algunos días de gloria: el alfonsinazo de la 9 de Julio, la pascua del 87. Y algunas heridas de las que todavía lleva las cicatrices. La entrega anticipada del gobierno, el ocho de julio del 1989, lo puso delante del fin. Arrancó los 90 como mánager de Los Pericos. Y no le fue mal.

ESPLENDOR Y DERROTA. Un pibe se siente solo en la vida y ¿qué hace?, se mete en un comité radical, obvio: los ochentas se vuelven cada vez más incomprensibles. Ya sabemos, los dilemas sociales de los chicos que hoy tienen 17 años, en el caso de que esos dilemas vayan más allá de ser flogger o ser emo, no los resuelve la política. ¿Pueden imaginar a un adolescente 2008 entusiasmado con entrar al movimiento intercountrie este que conocemos como el PRO?

La Franja fue la Franja porque los ochentas llegaron con promesas. Y, en buena medida, es probable que haya dejado de serlo cuando esas promesas se quedaron ahí. Ya se venían quedando, pero el 2001 fue demasiado y un día la Franja perdió Arquitectura. Y un día perdió Psicología. Y un día perdió Económicas. Y Derecho. Y Farmacia. Y un día sucedió lo que de ninguna manera iba a suceder nunca. Fue el día que Franja Morada, después de 18 años consecutivos en el poder, Shuberoff incluido, perdió la FUBA.

El júbilo de esta noche en esta cena en este restaurante, de algún modo, completa el círculo. Hemos dejado de ser lo que éramos, y nos juntamos para celebrar que alguna vez lo fuimos, que por lo menos alguna vez lo fuimos. Es más de lo que muchos pueden decir. El problema, como siempre, es: ¿y ahora?

Una chica con dientes blanquísimos y la sonrisa tallada en la cara levanta colaboraciones y obliga a las viejas eminencias a meter la mano en el bolsillo. Suárez Lastra le dice que él ya puso, ya compró. La chica, que lleva remerita morada con correspondiente inscripción partidaria, le dice que ella va a insistir. Tiene 21 años, la chica. Ella es la Franja hoy.

-¿Qué estudiás?

-Derecho.

-¿Cómo es ser de la Franja de Derecho hoy?

-Digamos que estamos en una etapa de reconstrucción.

ESCENAS DEL FINAL. Ahí al lado, alguien cuenta con todo fervor el día que se infiltró en Tradición, Familia y Propiedad. No está Andrés Delich, que después de enamorar a las bases y a chicos como Pablo Hortal, hizo una carrera vertiginosa que dejó de ser vertiginosa cuando se estrelló contra la mansa circunspección de Fernando de la Rúa, que lo convirtió en su ministro de Educación. Pero está su hermana, representación circunstancial.

La Franja puede haber dejado de ser lo que era, pero algunos de sus enemigos íntimos directamente han desaparecido. Había una cosa que se llamaba UPAU, que era el brazo estudiantil de otra cosa que se llamaba Ucedé, pero dejen, no importa, es como hablar del Ital Park.

Dice Hortal que en estas mesas hay gente a la que no ve desde hace veinte años. Y que es probable que pasen otros veinte hasta que los vuelva a encontrar. En unos días se va a Rosario, donde le cerró unos shows al Bahiano, y también tiene unos vivos en la FM 100.

Hubo un par que hoy trabajan cerca de Macri y que se fueron temprano, para no quedar pegados. Y un colorado de lo más simpático que fue presidente del centro de estudiantes de Derecho en el 98 y que cuenta que en esa época el antimenemismo los unía a todos. El final, por alguna razón, es de cierta euforia. Últimos abrazos, algunos taxis compartidos que se amuchan en la puerta y la sensación de que algo salió bien por sobre la certeza de que muchas cosas durante mucho tiempo han estado saliendo mal.

La Franja, una historia

Hay dos versiones históricas que explican la heterodoxia del nombre Franja Morada. En 1918, cuando en Córdoba tuvo lugar la primera gran reforma universitaria, los estudiantes expulsaron de los claustros al clero. Entonces, un grupo hizo flamear como bandera las estolas de color morado que los sacerdotes usaban alrededor de su cuello como símbolo del régimen que habían derribado.

La otra le emparda la épica: el militante reformista cordobés Santiago Pampillón adoptó el nombre Franja Morada para denominar a la agrupación universitaria que fundó en los 60. Fue asesinado en 1966 en Córdoba, en una manifestación estudiantil contra el gobierno militar, transformándose en la primera víctima de la dictadura de Onganía. Las agrupaciones nucleadas en la Unión Nacional Reformista adoptaron en su homenaje la denominación Franja Morada.

En cualquier caso, para agosto del 67, cuando en la ciudad de Rosario el Encuentro Nacional de Agrupaciones Reformistas buscó unificar criterios para retomar la conducción de los centros de estudiantes, las federaciones locales y la Federación Universitaria Argentina, la Unión Nacional Reformista Franja Morada ya era una federación de agrupaciones anarquistas, socialistas independientes y radicales.

En los 70 se tuvo que aguantar la peronización de los sectores medios y del movimiento estudiantil, especialmente en la Universidad de Buenos Aires, así como la inserción de la izquierda revolucionaria en vastas capas juveniles. En esa época perdió militantes y organismos estudiantiles. La llegada de la democracia la convirtió en la más compleja y poderosa maquinaria política estudiantil. El 2001 se devoró a su partido, con ella adentro.

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