La inflación tolerable

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Opinión de Roberto Frenkel

Infobae.com – Alan Greenspan comentó hace un tiempo que la tasa de inflación es tolerable cuando las expectativas inflacionarias no afectan las decisiones de gastar, ahorrar o invertir.
Dicho de otra forma, la tasa de inflación tolerable es, para Greenspan, aquella que pasa desapercibida para la mayoría de la gente. Un comentario inteligente y nada ortodoxo.
Implica que esa mayoría no presta atención a un poquito de impuesto inflacionario y un poquito de ahorro forzoso, de modo que gran parte de las actividades se desarrollan como si la inflación fuese nula. Está implícito en el comentario de Greenspan que es mejor tener una inflación tolerable

que ninguna inflación. ¿Por qué? No es seguramente porque esa inflación tenga efectos benéficos para los individuos. Una inflación baja, aunque pase desapercibida, tiene de todas maneras efectos individuales negativos.
Greenspan mira la inflación con la óptica del banco central. Prefiere una inflación a tasa tolerable porque esto es conveniente desde la perspectiva de la conducción macroeconómica.
Un poco de inflación es mejor porque este contexto amplía la potencia de la política monetaria. Permite, por ejemplo, que en ciertas circunstancias la autoridad monetaria instrumente tasas de interés de corto plazo de valor real negativo (inferiores a la tasa de inflación), lo que resultaría imposible con inflación cero. Tal fue el caso de la política monetaria de Estados Unidos en la primera mitad de la presente década, cuando se procuraba reactivar la economía y es el caso actual, cuando la política monetaria norteamericana trata de frenar la crisis financiera y evitar la recesión. Dicho con términos algo más técnicos: una tasa de inflación positiva, pero tolerable, hace más improbable que la economía caiga en una trampa de liquidez, en la cual la política monetaria es impotente para estimular la demanda.
DÍGITOS. En la reflexión de Greenspan y en el debate norteamericano sobre cuánta inflación debe tolerarse se habla de tasas que suenan bajas en nuestra cultura: entre 2 y 4%. Acá es distinto. Desde que la inflación comenzó a aumentar en 2004, el gobierno se maneja con la idea de que pueden tolerarse tasas de hasta 10%. La sociedad ha acompañado esta orientación, incluyendo cierta proporción de los economistas. Claro está que las tasas de un dígito alto no satisfacen el criterio de tolerancia de Greenspan. Son lo suficientemente elevadas para que no puedan ignorarse en las decisiones de gastar, ahorrar e invertir. De modo que las expectativas inflacionarias están presentes, explícita o implícitamente, en cada decisión. Claro está que la inflación de un dígito alto no es benéfica para el funcionamiento de la economía. Sería obviamente mejor que la tasa fuera inferior. Pero la disposición a tolerar tasas de hasta 10%, por parte del gobierno y quienes compartimos su orientación al respecto, proviene de considerarlas una consecuencia difícilmente evitable de mantener altas tasas de crecimiento de la actividad y el empleo.
La preservación de un tipo de cambio competitivo mantiene en marcha un poderoso motor de expansión de la demanda agregada y del aumento del empleo. Ésta es precisamente la principal virtud del modelo. Pero no se alcanza esta virtud sin incurrir en un pecado: la presión inflacionaria que se genera en paralelo con los incentivos reales. Es por esta razón que la política de tipo de cambio competitivo no debe concebirse en forma aislada. El tipo de cambio competitivo y estable es una componente de un régimen de política macroeconómica, que incluye las políticas fiscal y monetaria y la política de ingresos. El objetivo de mantener la inflación bajo control, en el rango de tolerancia mencionado, tiene una jerarquía similar a los objetivos de crecimiento y empleo. Estos últimos objetivos reales están intermediados por la meta de tipo de cambio real alto y estable, mientras que la inflación es uno de los focos de las políticas fiscal, monetaria y de ingresos. La importancia de focalizar adecuadamente las políticas macroeconómicas sobre la inflación está acentuada porque, como dijimos, cierta presión inflacionaria permanente es inherente al régimen. Mantener la tasa de inflación en el rango tolerado es crucial, porque del logro de este objetivo depende la sostenibilidad del conjunto de políticas y del propio proceso de crecimiento que el régimen induce.
Desde hace un tiempo el gobierno parece haber perdido de vista esa brújula.
La consecuencia es que la inflación se aceleró, superando el rango de tasas tolerables.
No sabemos exactamente dónde estamos –este desconocimiento es un problema muy serio– pero no creo equivocarme por mucho afirmando que experimentamos una tasa de inflación en el orden de 20 por ciento.
RIESGOS.Reconocer que experimentamos un proceso de inflación de ese orden de magnitud plantea de inmediato tres cuestiones. En primer lugar: la posibilidad de que la inflación desgaje y termine extinguiendo el régimen de política vigente desde 2003 deja de ser una amenaza para convertirse en un peligro inminente. El comportamiento reciente y esperado de los tipos de cambio de las principales monedas y de los precios de nuestras exportaciones e importaciones debería dar lugar actualmente a la reflexión y el debate sobre la política cambiaria. La aceleración de la inflación local y el futuro de la política antiinflacionaria deberían ser ingredientes esenciales de ese debate.
Pero esa reflexión está paralizada por la inexistencia de índices de inflación creíbles y la posición esquizofrénica que mantiene el gobierno al respecto. Discutimos y entramos en conflictos por la medición del INDEC en lugar de enfocarnos sobre los problemas que enfrenta la continuidad del régimen de política.
En ausencia de un cambio de orientación es probable que las políticas macroeconómicas se desgajen: la política fiscal por un lado, la política monetaria por otro y la política cambiaria por un tercero. En un contexto como ése, en el cual pesan indebidamente los incentivos particulares de cada uno de los organismos conductores de las políticas, sería esperable que el tipo de cambio real tendiera a apreciarse, despojando al modelo de su columna vertebral.
En segundo lugar, parece evidente que la aceleración de la inflación exacerba la urgencia de que el gobierno reformule el régimen de política macroeconómica incorporando el combate a la inflación en un lugar central. Si se quiere evitar el escenario de desgaje descrito arriba, hoy resulta imprescindible que el gobierno exponga un programa macroeconómico consistente donde cada una de las políticas sea explícitamente considerada. La recuperación de una medición creíble de la inflación es una componente esencial de ese programa.
En tercer lugar, debe tenerse en cuenta que cuando la inflación supera el rango de tasas tolerables, ciertos aspectos del funcionamiento de la economía tienden a adaptarse al contexto. El proceso inflacionario se hace más proclive a ulteriores aceleraciones y el combate a la inflación se hace más difícil y costoso.
CONTRATOS. El análisis de los procesos inflacionarios muestra que la extensión de los contratos nominales de la economía –la frecuencia con que se ajustan los precios y salarios– depende de la tasa de inflación vigente. La extensión temporal de los contratos no es un rasgo institucional inerte, la extensión tiende a adaptarse al ritmo de inflación. Contratos más extensos corresponden a tasas de inflación bajas.
Cuando la inflación se acelera, la extensión de los contratos tiende a acortarse. Con el acortamiento de los contratos la economía se hace más propensa a la aceleración de la inflación. A igual shock acelerador, la aceleración de la inflación es mayor cuanto menor es la extensión de los contratos. Esto ocurre porque la inflación pasada, esto es, la inflación acumulada entre el último ajuste del contrato y el que corresponde en el momento, tiene un peso importante en la magnitud del aumento actual. Cuanto menor es el período de ajuste, mayor será el traslado a la inflación presente de cualquier aumento de precios que impactó entre los reajustes.
El fenómeno descrito tiene lugar aunque no haya contratos indexados. La ley no autoriza contratos cuyo ajuste periódico esté pactado para ejecutarse automáticamente en función de un índice de inflación de referencia.
Pero la prohibición no hace desaparecer la esencia de la institución. El ajuste del salario o precio por la inflación pasada está fundado en el sentido común de volver con el ajuste actual al valor real que tenía el bien o servicio en el último ajuste practicado. Sabemos que esta práctica es una defensa ilusoria del valor real del flujo de ingresos del contrato, pues éste depende de la tasa de inflación futura, la que regirá después del ajuste. Pero la recuperación del pico previo es una solución factible, aunque defectuosa, frente a los costos y conflictos de la renegociación y la ausencia de indicaciones más o menos consensuadas sobre la inflación futura. Actualmente, a falta de un índice oficial creíble se utilizan estimaciones adhoc, que probablemente sesgan hacia arriba la tasa de inflación pasada.
Lamentablemente, dejamos atrás el rango de tasas de inflación tolerables y experimentamos tasas de inflación cuya magnitud comienza a inducir los mencionados cambios adaptativos en el funcionamiento de la economía.
Hay varias indicaciones de que la aceleración de la inflación está afectando la extensión de los contratos. Además de constituir motivo de preocupación de las autoridades, esta observación debería acentuar la urgencia de poner en marcha una política antiinflacionaria integral

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