La brutal guerra interna del peronismo
Por Joaquín Morales Solá.
La Nación – Algo anda mal en una democracia cuando un ex presidente denuncia que todos los opositores están en libertad condicional. Esa anomalía del sistema político (y del sistema de libertades) empeora aún más cuando un ex jefe de ministros del actual gobierno asegura en público que lo vincularon con causas judiciales sólo para callarle la boca. Eduardo Duhalde y Alberto Fernández no son iguales ni están en lo mismo, pero han cometido el pecado de ir contra la corriente más radicalizada del kirchnerismo, que parece haber cobrado una creciente influencia en la Presidenta.
Este sector del kirchnerismo es también marginal dentro del peronismo. No cuenta con el aprecio de gobernadores ni de intendentes justicialistas. Eso explica su desesperación por descerrajar una fenomenal guerra interna dentro del partido gobernante. La conflagración sin límites del peronismo es la novedad más importante de los últimos días, escamoteada a veces por el protagonismo de jueces, por polémicas electorales o por el cruzamiento de furiosas acusaciones. Esas luchas no son nuevas. Es lo que el peronismo ha hecho siempre cuando presintió que el poder podía cambiar de manos.
Esa guerra ya provocó el doble procesamiento del recaudador oficial de la campaña presidencial de Cristina Kirchner, Héctor Capaccioli, por el delito de haber lavado dinero negro para esa competencia electoral. Si se tiene en cuenta, además, que Antonini Wilson declaró ante la justicia norteamericana que trajo 800.000 dólares que Hugo Chávez aportaba a la campaña de la Presidenta, los candidatos opositores de 2007 podrían preguntarse si perdieron en buena ley. El único obstáculo para llegar a la verdad es, dentro de una graciosa ironía, el propio juez. Norberto Oyarbide ha conseguido lo que pocos jueces consiguen: que nadie le crea. Personal gastronómico confirmó a la oposición que Oyarbide comió hace poco en el restaurante El Mirasol con el secretario de Justicia, Julián Alvarez, que milita en La Cámpora.
Capaccioli llegó al gobierno recomendado por Alberto Fernández, es cierto, pero se quedó en la administración después de la renuncia del ex jefe de Gabinete y se distanció de éste. Capaccioli trabó entonces una buena relación directa con Néstor Kirchner, según grabaciones telefónicas en poder de Oyarbide. De todos modos, resultaría insólito que cuestiones de dinero de la campaña de su esposa hayan pasado por manos que no fueran las del propio Kirchner, obsesivo como era. Aníbal Fernández salió en el acto a vincular a Capaccioli con su antecesor y tocayo, porque sabía que agradaría a la Presidenta.
Cristina Kirchner nunca le perdonó a Alberto Fernández su renuncia. Al revés de Néstor Kirchner, que hablaba con él por teléfono de vez en cuando, la Presidenta nunca volvió a hablar con su primer jefe de Gabinete. El martes pasado, Alberto Fernández se cruzó en un programa de televisión con Martín Sabbatella. La Presidenta debería fijarse en el aumento de los precios si está pensando en su reelección , dijo Fernández, mientras Sabbatella llenaba de elogios a Cristina. Cristina los vio y, al día siguiente, lo elogió a Sabbatella en público por sus conceptos. No dijo nada de Alberto, pero fuentes oficiales señalan que la enfureció el contraste de esas palabras. Un día más tarde, la cacofonía oficial puntualizaba que Capaccioli y Alberto Fernández eran la misma cosa. Fernández hubiera cometido un pecado grave, pero perdonable, con aquellas declaraciones; lo torna irrecuperable para el kirchnerismo, en cambio, su confesada cercanía con Daniel Scioli.
El problema de esta guerra es que los combatientes se disparan a los pies. Lavar dinero negro para una campaña presidencial es un delito grave en cualquier país serio del mundo. Sin embargo, en la Argentina es muy difícil lavar dinero a través de la estructura oficial de una campaña electoral; las contribuciones deben entrar mediante cheques y los pagos deben hacerse también con cheques. Es posible, no obstante, que dinero donado haya sido blanqueado recientemente o que se use dinero negro por vías paralelas a la estructura oficial de la campaña. Graciela Ocaña, que siguió, incansable, los pormenores de la causa de Capaccioli y de los medicamentos truchos, asegura que Alberto Fernández, jefe de la estructura oficial de aquella campaña, no figura en ningún lugar del expediente de Oyarbide.
Otra ironía es que el kirchnerismo acusa al ex jefe de Gabinete, mientras todavía están en el Gobierno Julio De Vido o el secretario de Obras Públicas, José López, ambos con formales denuncias judiciales sobre corrupción. Dos actuales funcionarios, procesados junto con Capaccioli, continúan en la administración de Cristina. Sucede algo parecido con Gerónimo Venegas. El líder del sindicato de los peones rurales no es seguramente ajeno al uso del sistema de las obras sociales por parte de los dirigentes gremiales, aunque hay que reconocer que Venegas provoca solidaridades en muchos dirigentes políticos del peronismo. Los supuestos pecados de Venegas colocaron en el corredor de la muerte a toda la dirigencia sindical. De ahí la improcedente presión gremial sobre la Justicia; nunca debió haber piquetes ni explícitas amenazas.
La pregunta que debe hacerse es por qué Venegas, un duhaldista duro y decidido, fue encarcelado sin ninguna garantía previa. Hugo Moyano tiene dos causas abiertas en poder de dos jueces por el manejo de las obras sociales de los camioneros, pero nunca fue siquiera citado a declarar. Oyarbide jamás ordenó la detención de Ricardo Jaime y hasta le permitió salir del país a fines del año pasado; la carga de las pruebas sobre Jaime es ya insoportable para el ex funcionario y para el propio juez.
El juez tiene facultades para apresar a un sospechoso sin llamarlo a indagatoria previa, pero sólo si cuenta con enormes pruebas y tiene dudas fundadas de que podría fugarse. No parece ser el caso de Venegas, porque el propio fiscal de la causa pidió de inmediato su excarcelación. La indagatoria es, después de todo, el derecho a la defensa que todo ciudadano tiene ante la Justicia. Ni aun en los casos más patéticos un juez debe olvidar que la República ha puesto en sus exclusivas manos el derecho a decidir sobre la libertad de las personas.
Venegas lleva a Duhalde como Alberto Fernández conduce a Scioli. Duhalde podría ser un arquitecto político de la candidatura presidencial de Scioli o de la de Mauricio Macri, si se convenciera de que otro está en mejores condiciones que él de batir al kirchnerismo. Scioli ha sido maltratado en los últimos días como un anticristo, las colectoras fueron autorizadas por la propia Presidenta y por una letanía coral de cristinistas, y el kirchnerismo marginal (Luis D\’Elía, Emilio Pérsico, Carlos Kunkel) lo azotó en público.
Hay dos alternativas posibles: o Cristina decidió emprender el camino de su candidatura a la reelección, eliminando a su posible delfín, o está obsesionada con disciplinar al delfín mientras decide qué hará ella. Lo cierto es que a Scioli le están cerrando todas las puertas. El gobernador tampoco tiene muchas opciones: o acepta el encierro (y la posibilidad de la derrota provincial) o se aleja sin retorno del kirchnerismo con su propio proyecto presidencial. En ese fárrago se encierra el núcleo de la guerra.
El peronismo cree, como siempre, que el poder es un derecho divino. No fue así en 1983 ni en 1999, cuando las luchas internas del partido terminaron en gobiernos no peronistas. Jugar con causas judiciales en las que se investigan dinero negro, crímenes y corrupción sindical y política es acercarse demasiado al fuego. Una derrota podría esconderse detrás de las dispersivas colectoras.
Parece una guerra, como escribió Silvina Ocampo, cuyas metas los guerreros alcanzarán cuando ya las metas sean otras.
