La actual inflación es mucho más que un problema económico
Por Victoria Giarrizzo
Pasaron casi ocho años desde la devaluación de enero de 2002, y la inflación sigue instalada como una norma cotidiana en la economía argentina. Puntos más, puntos menos, el país convive consecutivamente con tasas inflacionarias de dos dígitos desde hace al menos cinco años. Y una mirada rápida hacia 2010, muestra con bastante claridad que las subas de precios se acelerarían este año, con una inflación que quedaría muy cerca de alcanzar una tasa anual de 20%. Así, los precios en nueve años (2002-2010) habrán subido 292,5%, lo que arroja un ritmo promedio anual de aumento considerable: 32,5%. Pero más allá de la gravedad del problema y lo alarmante que son las cifras, hoy debería sumar preocupación la naturalidad con que el Gobierno acepta esos incrementos y la adaptación que lentamente va mostrando la población a convivir en un mercado con subas permanentes. No sólo el Gobierno ya no se preocupa por combatir la inflación, sino que la sociedad también va acostumbrándose a convivir con el mal inflacionario casi con resignación, a pesar de diariamente ser víctima de: 1) el deterioro en el poder adquisitivo que esos aumentos le provocan; 2) los conflictos permanentes que se deben enfrentar entre ciudadanos (clientes vs empresarios, empresarios vs. asalariados, locadores vs locatarios, etcétera) por los ajustes de tarifas; y 3) los cambios de hábitos constantes que se ven forzados a realizar las familias para enfrentar los aumentos. Llevado a un extremo, la Argentina se parece hoy a un enfermo que en vez de buscar una cura para su mal, se acostumbra a convivir con la dolencia lo que su cuerpo resista. Si un individuo se comporta de esa manera, cualquier analista objetivo del comportamiento de ese sujeto diría que está actuando así, adaptándose a la enfermedad sin buscar remedio, por ignorancia, porque desconoce que existe cura para su malestar. ¿Acaso no muestra la misma ignorancia la Argentina que va aceptando convivir con el problema inflacionario con naturalidad, como si fuera un destino inevitable, en lugar de seguir discutiendo soluciones?
De eso no se habla
Pero una cosa no se puede perder de vista: más allá del poder de adaptación que muestre la sociedad, las subas de precios sistemáticas constituyen un problema que trasciende las fronteras de lo económico. No sólo altera el funcionamiento de la economía, sino que genera una cadena de peleas, discordias, y conflictos sociales que impactan negativamente sobre la percepción de bienestar. Si existiera un indicador de cuántas peleas, conflictos o enojos se generaron alrededor de los ajustes de precios en los últimos años en la Argentina, seguramente serían muchísimos. Si hiciéramos un recuento de cuántas veces nos fuimos disgustados con algún ‘amigo’, ‘conocido’, ‘comerciante’, o cualquier otra persona o empresa porque aumentaron los precios, seguramente serían muchísimas. Si recordáramos en cuántas oportunidades nos sentimos indignados o estafados con alguien porque ajustó las tarifas, también seguramente serían muchas. O si tan solo memorizáramos cuántos cambios debieron realizar las familias en sus patrones habituales de consumo para sortear las subas, seguramente la lista de incomodidades sería larga. La inflación altera las relaciones cordiales entre ciudadanos. Una pelea común durante estos años han sido las discusiones y disputas entre locatarios y locadores de viviendas, locales o cocheras, donde incluso han quedado afectadas relaciones que iban más allá del acuerdo comercial (sobre todo en ciudades chicas donde locatarios y locadores suelen ser conocidos o amigos). La inflación genera situaciones incómodas en las relaciones sociales. Sirve como ejemplo el psicólogo que debe comunicar a su paciente que desde el mes próximo le aumenta la tarifa, o cualquier proveedor de un bien o servicio en situación similar. La inflación obliga a realizar cambios en hábitos de consumo que pueden generar consecuencias perjudiciales en determinados segmentos poblacionales. Dos ejemplos sensibles que resultan muy frecuentes son los cambios de colegios que han debido realizar muchas familias por los aumentos en las cuotas, o los cambios de medicina prepaga por razones similares. En este último caso, una situación muy perjudicial se produce en la población adulta, porque a partir de determinada edad las empresas no aceptan su incorporación, con lo cual el cliente se queda cautivo.
Conflictos
Así, si bien la inflación es un problema económico y es común que los economistas hablemos de las múltiples consecuencias que genera, también ha quedado visible estos años cómo con las subas de precios crecen los conflictos sociales. Y no es extraño que eso suceda, porque la inflación desata la mayor de las batallas: la pelea por la distribución del ingreso, en una economía en la que más del 70% de la sociedad manifiesta tener problemas de ingresos.
Posiblemente lo que consiguió el Gobierno intoxicando las cifras del INDEC, es que se hable más del manipuleo de datos que del problema mismo que arrastra la inflación. Pero es momento de volver a instalar la inflación entre los temas más urgentes del país. Mirando hacia delante, todo indica que ante la falta de medidas para combatirla, todavía nos esperan tiempos duros. Y todo ello está derivando en el deterioro de un indicador elemental: el bienestar económico, que según el indice que elaboramos en el CERX, dejó de crecer a partir del año 2007 con la aceleración inflacionaria y desde entonces cayó casi 16% en relación a los valores que tenía en 2006. Así, más allá de la teoría económica, el crecimiento con inflación no es percibido positivamente por la población, y está claro por qué: a los impactos económicos de la inflación se suma el estres, una consecuencia que pesa mucho pero se analiza poco.
