Homicidio mata progresismo

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Por Andrés Malamud

Eleconomista.com.ar – ¿Qué tienen en común la Argentina y Estados Unidos además del glamour de su pareja presidencial? Respuesta: la baja tasa de homicidios. Contra la percepción de la gente común y los taxistas, estos dos países son, junto con Canadá, Chile y Uruguay, los únicos del continente americano donde todos los años mueren asesinadas menos de diez personas cada 100.000 habitantes. Las dos naciones del norte y las tres del sur se parecen: al final, los extremos (geográficos) se tocan. Estos datos fueron publicados en un documento de la Organización de Estados Americanos de diciembre de 2008, La Seguridad Pública en las Américas: retos y oportunidades, que está accesible online. En el centro del continente la situación empeora. Ecuador, Perú, Nicaragua y Panamá tienen una tasa de entre 10 y 20 homicidios cada 100.000 habitantes, México y Brasil entre 20 y 30 y Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador y Guatemala más de 30 –que en algunos casos supera los 40 y hasta los 50–. Dado el agravamiento reciente del fenómeno en los últimos casos, queda claro que los países de América divergen cada vez más en cuestiones de seguridad pública, y la causa no pasa por el tamaño de la economía, la dimensión demográfica o la organización de los Juegos Olímpicos. Pero, sobre todo, no pasa por la ideología: la bolivariana Venezuela sufre tantos homicidios como la gringa Colombia, con el agravante de que Uribe puede culpar a las bandas terroristas mientras que Chávez sólo puede acusar a gobiernos que se fueron hace más de una década. Los casos de Brasil y México son más complicados y más preocupantes. Complicados porque combinan narcotráfico millonario con marginalidad de masas; preocupantes porque son los dos mayores países de América Latina y su tragedia se desborda hacia sus vecinos. Es cierto que ambos gigantes tienen políticas de Estado en áreas clave: Lula profundizó la heterodoxia gradualista de Fernando Henrique Cardoso cambiando sólo algunos énfasis, y a ningún presidente mexicano se le ocurriría asumir una posición anticapitalista o antiestadounidense. Políticas volátiles y discursos incendiarios, en cambio, son privilegio de monoproductores primarios como Bolivia y Venezuela. Sin embargo, si la tasa de homicidios enseña algo es que las políticas pueden importar, pero más importan las condiciones estructurales. Y éstas dependen del nivel de desarrollo humano y de la calidad institucional, que no se adquieren con un par de mandatos presidenciales sino en décadas de buen gobierno. Esas décadas, que los cinco países mencionados al principio tuvieron aunque uno de ellos hoy las añore, cavan un foso entre los estados latinoamericanos en relación con la seguridad de sus ciudadanos. Cuando se analizan eventos como la crisis constitucional de Honduras o la radicalización bolivariana en Venezuela es preciso comprender los límites del gobierno. En sociedades pobres, desiguales, estratificadas y, sobre todo, violentas, la legitimidad suele ser parcial y las transformaciones efímeras. El observador purista puede exaltarse por Micheletti, Zelaya o Krusty, pero es irrealista esperar que se reduzcan los homicidios cualquiera sea el resultado de este sainete. Cada año son asesinados veinte veces más hondureños que chilenos: un objetivo político decente consistiría en reducir esa brecha en el futuro, pero no es eso lo que se discute en Tegucigalpa. La vida no vale nada, cantaba Pablo Milanés, si no es para perecer porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama. Amo este sillón, responden los dos presidentes hondureños, perezca quien perezca. ¿Izquierda y derecha? Esos son cuentos europeos, más longevos y engañosos que sus espejitos de colores.

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