Falta un sistema de partidos responsable
La adhesión con que fue despedido Raúl Alfonsín alude a la incertidumbre sobre el porvenir de la representación política. Por Natalio Botana.
Clarín – Las muestras de adhesión popular con que fueron despedidos los restos de Raúl Alfonsín, multitudinarias y espontáneas, aluden, entre otros significados, a los interrogantes que se abren en cuanto al porvenir de la representación política, ese genio ausente en la última década de nuestra democracia.
Los escenarios son al respecto de sobra conocidos. Cualquiera que sea el motivo, numerosos sectores sociales se movilizan y hacen valer su presencia en el espacio público. Por lo demás, los medios amplifican estas imágenes rodeando a los participantes en calles, rutas y plazas de una nutrida platea de espectadores. Al participar directa y activamente, la ciudadanía está dando curso a reclamos, identificaciones con líderes que nos dejan y, sobre todo, a un pluralismo negativo montado sobre los grupos de veto. Mucho más débil es en cambio la trama de un pluralismo positivo tributario de la acción constructiva de los partidos políticos.
A estos síntomas los produce el resorte oxidado de la representación. Soportamos así un fenómeno opuesto al que se planteó históricamente en las repúblicas oligárquicas: en esas experiencias sobraba la representación de los privilegiados y faltaba la participación del pueblo; en la praxis de nuestra república democrática cunde la participación de la ciudadanía y falta la representación de los partidos.
Esta última palabra es crucial para entender los que nos pasa: partidos, es decir, organizaciones políticas permanentes con principios adaptados a los desafíos actuales, capaces de trascender las peripecias de personalismos ocasionales, y dotados de reglas legítimas para dirimir dentro de sus fronteras la competencia entre liderazgos. Un partido significa entonces una compleja agregación de valores e intereses que, con el propósito de vencer la inevitable erosión del tiempo, debería ser al mismo tiempo flexible e incorporativo. De lo contrario, la tentación faccionalista estará siempre al acecho.
De hecho, en los últimos años hubo más que mera tentación. El estallido de las divisiones aquejó tanto al radicalismo cono al justicialismo -los dos grandes partidos desde 1983 en adelante- y dio a luz un calidoscopio de facciones en la geografía del federalismo. Los liderazgos mediáticos acompañaron las rupturas, pero, más allá de esos efectos, la cuestión estriba en saber ahora si esta diáspora proseguirá cosechando nuevas facciones o si, de lo contrario, tendremos el talento para soldar las partes dispersas.
Por el lado del radicalismo, el legado que dejó Raúl Alfonsín se cifra en el consenso hacia fuera de sus filas y en la unidad hacia dentro. El consenso no fue para Alfonsín un expediente oportunista, tal como quedó reflejado en las páginas de su último libro, publicado en 2006, Fundamentos de la República democrática.
El consenso con fuerzas afines es la pieza maestra de una política empeñada en procurar una distribución más igualitaria de la libertad. Requiere, por tanto, concentrar capacidad política e institucional para encauzar hacia las metas del bien general los conflictos propios de una democracia. Naturalmente, el complemento del consenso es la unidad partidaria, entendida como requisito previo de aquel proyecto.
Daría la impresión de que los radicales han entendido la lección, sobre todo luego de las jornadas abiertas el 31 de marzo. El camino adoptado es pues el de la reconstrucción.
¿Es ésta acaso la trayectoria que prefigura el justicialismo en estas últimas semanas? No parece que así sea. Mientras el radicalismo busca reagruparse, el justicialismo se dispersa entre un peronismo que desde el poder mira hacia la izquierda y un peronismo que, desde provincias clave -Santa Fe, Buenos Aires y ahora Córdoba- mira hacia la derecha.
Este cambio de piel y las eventuales debilidades que preanuncia podrían dar satisfacción a una diversidad de ánimos destituyentes, más o menos afiebrados. No es recomendable el estilo de criar cuervos como tampoco el hecho de que la hipotética unidad de unos se realice a despecho de la fragmentación de los contrarios. Con este temperamento se repetiría la estrategia con que Néstor Kirchner construyó su partido desde el poder: alzarse con el trofeo martillando sobre la dispersión de los partidos que alguna vez fueron alternativa.
Tal vez esta estrategia no haya tenido en cuenta el espíritu de fronda que, al calor de los conflictos sectoriales en calles y rutas, se estaba incubando en sus propias filas y que ha florecido en estos días. Volvería de este modo a la palestra un esquema persistente que no habrá de desaparecer de un día para otro: dos o tres peronismos -recordemos el año 2003-, jamás uno solo.
En todo caso, si bien esta disposición de las cosas podría satisfacer en el corto plazo a las pasiones en juego, pone por otro lado entre paréntesis la tarea que tenemos por delante de configurar un responsable sistema de partidos.
Lo calificamos en términos deseables como responsable porque este sistema debería responder a las exigencias de contar con partidos fuertes, aptos para establecer consensos en el plano legislativo y para ir avanzando en la elaboración de alternancias previsibles.
El trance electoral en que estamos pasará pronto. Más lenta será la forja de un sistema de partidos, una vez que la distribución de bancas se conozca luego del escrutinio, y tengamos que enfrentar los enormes retos fiscales que ya están mostrando sus dientes en el contexto de una recesión mundial.
Entonces veremos si sabemos hacer de la necesidad virtud, lo que en buen romance significa aprender a practicar, desde un manifiesto atraso, el oficio de la representación política para dar respuestas y obrar en consecuencia. "Nos los representantes del pueblo." repetíamos hace un cuarto de siglo al modo de una oración cívica. Es hora de convertir la retórica en actos eficientes.
