El montaje del espectáculo

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Perder las instituciones mientras la gente ríe. Por Natalio Botana.

La Nación – ¿A qué apunta esta campaña electoral? En una primera lectura, impregnada de furias contenidas (ahora que ha cambiado el estilo de los discursos de Néstor Kirchner), el torneo se dirimiría en una apuesta a todo o nada para respaldar el liderazgo del matrimonio presidencial o para derrotarlo. Las consignas habituales en una Argentina con sabor a estadio de fútbol son categóricas: importa salir primero, aun al precio de perder legisladores en la provincia de Buenos Aires, el terreno que se ha elegido para la batalla decisiva.

Este patrón para medir el éxito o el fracaso, sin tomar en cuenta el resto del país y lo que se disputa (es decir, el número de representantes), se engarza, por otra parte, con una recurrente falta de respeto a las reglas de juego emanadas de la Constitución y de las leyes dictadas en consecuencia. El tema de las candidaturas testimoniales y del nepotismo que las circunda es, en este sentido, paradigmático: ¿en qué consiste el juego político del régimen democrático que hemos adoptado desde hace ya un cuarto de siglo?

La primera respuesta es elemental: el juego consiste precisamente en aquellas reglas que lo hacen previsible. La experiencia indica que un régimen político regulado es aquel en el cual las decisiones institucionales son conocidas de antemano.

Sabíamos que los comicios tendrían lugar en el mes de octubre de este año; ahora comprobamos que se efectuarán el próximo mes. También podríamos suponer que un gobernador o un intendente, en ejercicio de su mandato, no se presentaría como candidato para luego renunciar si resultara elegido. A la luz de los debates actuales, esta suposición no tiene asidero alguno en la realidad de los hechos: el gobernador y muchos intendentes bonaerenses van a las elecciones como candidatos a legisladores salvo que las sentencias judiciales, a través del debido proceso de varias instancias, obligue a modificar la composición de las listas de candidatos.

Existe pues una distancia enorme entre lo que dicen las leyes y lo que hace la práctica, como si nuestra política se despojara a cada paso de límites y restricciones. Ausentes estas barreras, la política se manifiesta a través de una voluntad de poder que consiste en hacer todo lo que se quiera en la medida en que se pueda. Como decía Bertrand de Jouvenel, se trata "de lo arbitrario limitado por las resistencias de hecho". En estos momentos, la única resistencia de hecho, aún no vulnerada, es el voto en el marco de la vigencia de las libertades públicas.

De aquí podría deducirse que la Argentina sobrevive inmersa en la imprevisibilidad: lo que se espera, en efecto, no acontece. Sin embargo, lo imprevisible implica al mismo tiempo un acostumbramiento. Algunos lo juzgarán vicioso, otros se rasgarán las vestiduras frente a tanto capricho del príncipe; aun así, esta manera de acostumbrarse persiste y hace que lo imprevisible se convierta en previsible.

Esto no es un malabarismo de palabras. Nada de eso: ocurre que corremos el riesgo de acostumbrarnos a participar en una democracia construida a golpes de pequeñas arbitrariedades. Ciertamente -hay que decirlo siempre-, estamos lejos del período que sumergió a la Argentina en el subsuelo de la sangre y la muerte, pero, a más de veinticinco años de aquel momento fundador en que resolvimos superar ese pasado, estamos cerca de someter a nuestra democracia representativa al desgaste progresivo de sus cualidades inherentes.

Esta reducción del horizonte, este achicamiento de las oportunidades que ofrece el régimen democrático es constante y nos conduce a considerar lo extraordinario como ordinario, lo anormal como normal. No debe extrañar entonces el desconcierto que genera el análisis de este aspecto de la Argentina.

¿Cómo se explica que una sociedad tan activa, aun aceptando sus injustas carencias en cuanto a la exclusión de grandes segmentos de la sociedad, produzca una política tan deficiente? ¿Cómo se entiende, además, que esas deficiencias se acumulen al paso de diferentes gobiernos?

En gran medida, se entiende ese proceso declinante porque los partidos con vocación institucional han cedido la delantera. Se verá después del 28 de junio si esto es así o si, de lo contrario, esos valores comienzan a recuperarse con más pluralidad y deliberación en el Congreso.

Estos pronósticos se están poniendo a prueba mientras cunden en el seno de la opinión pública el desconocimiento, la confusión y la indiferencia acerca de lo que pasa (alrededor de la mitad de los consultados en las encuestas ignoran de qué se tratan estos comicios). Una fatiga deletérea que contrasta con la agitación de los candidatos reflejada en los medios de comunicación.

Se está desenvolviendo de este modo algo que es común en las lides electorales: el montaje del espectáculo. Desde el tiempo antiguo de la democracia ateniense, la política se acopla al espectáculo. Es un hilo que recorre el argumento democrático hasta el punto de que podría afirmarse que el ciudadano, al paso que participa, también hace las veces de espectador.

El problema estriba en saber en qué consiste dicho espectáculo. ¿Es un recinto de representación como puede ser el Congreso en el curso de debates cruciales? ¿Es un lugar en el cual los candidatos discuten con dosis variables de razón y retórica, como en los Estados Unidos del último medio siglo, luego del histórico debate por televisión entre John Kennedy y Richard Nixon? ¿O bien es otra cosa?

Esa otra cosa es la que debería tal vez preocuparnos, porque la conexión masiva y atenta en estos comicios no la ofrecen en nuestro país esos escenarios, sino un espectáculo de humor armado en torno al grotesco que nace de la imitación. En esta trama está incluida una dirigencia política reconocida por millones de ciudadanos no por lo que es, sino por lo que aparenta ser en la figura de esos monigotes.

Aclaremos que no hay régimen de libertades sin humor, farsa y entretenimiento. Cuando estos gestos se extinguen es porque los censores están haciendo su perversa tarea mientras la libertad se apaga.

Este, evidentemente, no es el problema que hoy deberíamos resolver. El problema es aquel que plantea la falta de debates, de argumentaciones entre los contrincantes y la todavía más acuciante degradación de la palabra entendida como vehículo capaz de perfeccionar la virtud cívica. Porque si detrás de las imágenes que fabrican los expertos en comunicación no hay nada, o poca cosa, ¿cómo extrañarse si esas imágenes son reemplazadas por las caricaturas de ellas mismas?

El problema, pues, no es lo que sale en pantalla, sino la cuestión más honda que denota. Las máscaras tienen un éxito masivo porque gran parte de la sociedad desea ese espectáculo. Lo desea, tal vez, para dar testimonio de su indiferencia.

Fácil sería identificar culpables en la dirigencia desde el olimpo de un soberbio juicio moral. Muchos dirigentes no cejan en su empeño, caminan, recorren ciudades y provincias, en fin, exponen sus programas y buscan persuadir. Pero lo hacen desde un lugar viciado por la incuria de una manipulación que erosiona las reservas de previsibilidad y normal desempeño de las instituciones. Cualquier sociedad libre se merece estos atributos. El riesgo es que lentamente vayan desapareciendo mientras la gente ríe y la prepotencia insiste en imponer su férula.

Estas impresiones no vienen a cuento para aumentar la dosis del pesimismo. Vienen, al contrario, para retemplar el espíritu constructivo.

Así como hay razones para descreer, hay también razones para esperar.

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