El dilema del Bicentenario
Opinión de Daniel Larriqueta
LaNación.com.ar – "Doscientos años de frustraciones", dijo la Presidenta en uno de sus discursos acalorados del conflicto con el campo. No me sonó desconocida esa escuela ideológica, porque hace algún tiempo una editorial de textos escolares me envió en consulta un libro de historia para la secundaria que no era sino una prolija descripción de los conflictos y las rupturas de la sociedad argentina a lo largo de los casi doscientos años transcurridos desde la Independencia. Recuerdo haber contestado lo que le diría a la doctora Kirchner también: "Si les enseñamos a nuestros jóvenes que toda nuestra historia es de rupturas y conflictos, ¿cómo les explicamos que la Argentina exista y no se haya disuelto en semejante anarquía?".
Ahora faltan dos años para conmemorar la Revolución de Mayo. Y de acuerdo con el calendario constitucional, tocará a la doctora Kirchner organizar, dar contenido y presidir los actos correspondientes. Ella preside, pero la celebración es de todos. La cuestión que se abre ahora es acordar lo que estos doscientos años representan para la construcción argentina, para el presente y para el futuro. Dicho de otra manera: tenemos abierto un debate sobre la identidad, como sucedió hace cien años cuando, con acertado sentido expresivo, Joaquín V. González dio a su libro de entonces el título El juicio del siglo . Ahora nos toca hacer el juicio de los dos siglos.
El debate sobre la memoria es la mitad del debate político. Una sociedad orgullosa de su pasado -aunque lo mire con libertad crítica- es una sociedad conciliada con su presente y fortalecida para enfrentar el futuro. Lo contrario lleva no sólo al desaliento, sino a aventuras políticas y a formas ocultas de subordinación y anomia y genera multitudes desencantadas e incapaces de impulsos creativos. La Argentina del Centenario celebró sus logros y se lanzó hacia el futuro, incluso a la carrera audaz de la democracia política total.
En nuestros días, la costumbre argentina de la queja, que tiene raíces culturales conocidas, ha creado un negocio de las ideas muy lucrativo. Denigrar el pasado, deleitarse con las pequeñeces humanas de los grandes hombres, hurgar en sus momentos de pena, desaliento o fatiga se ha convertido en un medio seguro de difusión y venta. Quienes insistimos en mostrar las formidables realizaciones de doscientos años, que han llevado a un pequeño país de 400.000 almas a uno de 40.000.000 y que lidera el índice de desarrollo humano de América latina desde que se lo calcula, solemos ser mirados con sorpresa y un dejo de desilusión. ¿Que nos ha ido bien en doscientos años? ¡Qué mala suerte, no podemos echarles la culpa de todo a los muertos!
Las calles de Buenos Aires y de todas nuestras grandes ciudades llevan los nombres de quienes pusieron su vida al servicio de la Patria, incluso dándola en los campos de batalla. De a poco y con cierta timidez, vamos incorporando los nombres de los constructores de la paz, hombres y mujeres de la ciencia, las artes y el servicio civil. Y todos esos nombres nos relatan la extraordinaria aventura creadora que ha dado origen y grandeza a nuestra Argentina.
Pero nada garantiza que esas evidencias entren en las celebraciones del próximo Bicentenario de Mayo, por lo menos, si priman el enfoque de la desafortunada frase presidencial -que acaso sea un accidente dialéctico, solamente- y los exabruptos comerciales de ciertos "especialistas".
El asunto es trascendental. De nuestro pasado vendrán las fuerzas de nuestro porvenir. La memoria que rescatemos en la celebración de los doscientos años nos dará fuerza para nuevas construcciones o nos pondrá a merced de milagros y salvadores, en un clima moroso, angustiado, anómico. Este es el dilema del Bicentenario. Hablémoslo con coraje.
