1.420
Por Josefina Licitra
Criticadigital.com.ar – Me eduqué en la escuela pública. La primaria a la que concurrí se llamaba Onésimo Leguizamón y aludía con su nombre al autor de la ley 1.420 de educación universal, laica, gratuita y obligatoria. Eso nos habían enseñado las maestras. Y eso repetíamos mis compañeros y yo, del único modo en que se repiten los aprendizajes en la infancia: como si fuera un mantra y sin tener idea de nada. ¿Qué decíamos cuando recitábamos la ley 1.420? Que la educación era para todos; que no estaba ceñida a ningún credo religioso en especial; que no era concebida como una mercancía –por ende, no había que pagar por ella–, y que era el procedimiento indispensable para que nos transformáramos en ciudadanos, en actores del país que nos había tocado en suerte.
En esos siete años que pasé en “la Onésimo” compartí mis días con amigos muy diversos. Me rompí los dientes junto a Carolina, la hija de un empresario con boliche en Barrio Norte y piso deslumbrante en avenida Callao. Cené infinitas veces en la casa de Verónica, hija de abogados de Osecac con departamento prolijo en Villa Crespo. Pisé mi primera iglesia de la mano de Melina y su comunión blanquísima. Jugué a los novios con Félix, hijo de un encargado de edificio. Vi por primera vez El exorcista con Vanina, cuyos padres estaban tan separados como los míos. Y compartí la bandera con Silvia, hija de militantes radicales y ateos que –en sus peores momentos– debieron parar la olla con la caja del Plan Alimentario Nacional (PAN).
La Onésimo”, en síntesis –al igual que todas las escuelas de la primavera democrática–, fue el universo más plural que habité en mi vida. Y fue, por sobre todas las cosas, una sólida declaración de principios: el proyecto educativo, al menos el solventado por el Estado, no podía existir aparte del ideal de inclusión.
Es imposible saber en qué momento las cosas empezaron a cambiar. Pero sí hubo, en la historia de “la Enésimo”, un día particular. Fue la mañana en que llegaron, en la mitad del ciclo lectivo, los hermanos Villalba. No recuerdo cuántos eran. Sólo sé que eran demasiados y se portaban mal y eran chiquitos –físicamente menudos– y siempre estaban sucios. Los hermanos Villalba –a quienes, maravillas de la reconstrucción y la neurosis, recuerdo siempre en fila india-ç– de algún modo inauguraron una nueva etapa en la escuela. Porque después de ellos llegaron otros Villalba, y con el aluvión de criaturas carentes de todo, la escuela –tal como la habíamos vivido durante los primeros seis años– empezó a diluirse. “La Onésimo” ya no era sólo un lugar para aprender: podía llegar a ser, también, el reservorio al que iban ciertos chicos que no tenían mejor lugar adonde ir.
Pasaron los años y en términos generales seguí educándome en instituciones públicas. Pero “la escuela” volvió a ser un tópico especialmente cercano cuando, en los pasados meses, tuve que buscar una vacante de primaria para mi hijo y la pregunta sobre Onésimo Leguizamón y su ley 1.420 se volvió especialmente dolorosa. Y es que hoy, con una escuela pública que –por factores que escapan a sus docentes– tiende a ser más un espacio de asistencia social que de construcción ciudadana, la pluralidad con la que buena parte de mi generación se educó sufrió un desplazamiento preocupante: salvo excepciones, los hijos de una familia Osecac y de un encargado de edificio sólo pueden convivir en la escuela católica. La abundancia de edificios destinados a la educación confesional, sumada a los subsidios de entre un 40% y un 100% que sigue recibiendo la Iglesia por parte del Estado, hacen que la institución religiosa pueda impartir su personal forma de mirar el mundo cobrando cuotas accesibles y muy tentadoras para una clase media que, sin tener mayores fervores confesionales, necesita resolver la educación de su prole sin someterse a una escuela vaciada ni a erogaciones imposibles.
A cambio de una cuota baja, eso sí, decenas de miles de criaturas reciben una educación que tiene ideas muy claras respecto de los conceptos de “culpa”, “persona”, “cuerpo” y “libertad”. Por si quedan dudas, monseñor Héctor Aguer –presidente de la Comisión Episcopal de Educación Católica Argentina– ya se encargó de evacuarlas de un modo explícito: el año pasado, dijo que la materia Construcción de Ciudadanía estaba inspirada “en el neomarxismo de la Escuela de Fráncfort”.
No sorprende que Aguer piense lo que piensa (al fin y al cabo, responde a la misma Iglesia que no aparta de sus filas a Christian von Wernich) pero sí es irritante que la educación católica se dispute el alumnado con la escuela pública, y que en esa disputa cuente con la ventaja de la subvención estatal. Que es mucha. Si bien es imposible saber exactamente cuánto del dinero destinado a subsidios al sector privado es absorbido por la formación confesional, algunas estimaciones advierten que se trata de una cifra superior a los 1.800 millones de pesos anuales: un dinero que, volcado a la educación pública, podría volver a dar sentido a la ley 1.420. Que es, lo dicho, una ley. No el año en que vivimos.
